Patricia Figueras

Llaneros solitarios


“Quienes se nutren de pan ajeno, también son ajenos en tragarse su propia conciencia, puesto que viven inconscientes y ajenos del hambre de sus víctimas”.

Víctor Gonzáles Villarreal


Las mañanas no eran la parte del día favorita de Patricia, Soledad y Mario porque casi siempre el cuerpo terminaba recordándoles lo que había sucedido anoche. Los niños no necesitaban comunicarse para entenderse y había gente que sospechaba que entre ellos existía un diabólico tipo de telepatía. Aunque esto no era cierto, se sabía que la comunicación entre el trío era más profunda de  noche que de día sobretodo durante los momentos de locura de su abuela Mercedes. Si bien sabían que los golpes nocturnos empezaban a asentárseles en la piel, el dolor físico era tan agudo y ardiente que solo el tratar de sentarse les causaba pavor a las pobres criaturas. Los vecinos del Jirón Huancavelica especulaban con frecuencia las razones por las cuales la abuelita les pegaba tanto a sus nietecitos ya que eran los mayores y los más lindos de los diez que tenía. Doña Mercedes se pasaba la vida alabando lo inteligente y lo responsable que eran sus nietos, los hijos de su hija mayor, a la que amenazaron con desalojar si regresaba con el padre de los niños. Cuando la gente del barrio veía a los niños ir al colegio con las piernas y los brazos marcados, cuchicheaban: “Condenada viejita. ¡Qué se le habrá dado esta vez por castigar a los infelices!” Pero los chicos cargaban con su cruz como podían y afirmaban que querían mucho a su abuelita, quien como una madre para ellos. Nadie se imaginaría que al pasar de los años los golpes del cuerpo dejarían marcas indelebles en sus almas y que cada uno cargarían con su muerto por mucho tiempo porque recrearían a su abuela en un hombre o en una mujer.


La única que estuvo a su lado la noche que murió Doña Mercedes fue Soledad. Había sido elegida el albacea de los muertos familiares y la designada al despacho de los miembros de su familia al tren del otro mundo. Por lo tanto, a Soledad le tocó escuchar la confesión entera de su abuela quien murió pensando que sus nietos eran su  mejor obra y cuyo abuso físico y espiritual no apareció en el inventario de sus pecados. Soledad escuchó pacientemente la narración de las persecuciones del Señor Hernández, las anécdotas que ilustraban la severidad de Don Abel, las humillaciones de las novicias de Chaclacayo, la culpabilidad de haber salido del convento, y las humillaciones que tuvo que aguantar al enterarse de que su amado Víctor tenía amantes por todo Lima porque ella se había rehusado a acostarse con él después de la muerte de su hijo menor. No obstante, se le habían secado las lágrimas de tanto llorar. Sin embargo, era todo sonrisas cuando se trababa de los hijos de su preferida Rosario.


Seguidos de las palizas, los niños se acurrucaban juntos y se abrazaban para no olvidarse de su solidaridad. La sangre se les pegaba y con frecuencia tenían dificultad para despegarse, pues la separación les causaba un dolor cada vez más debilitante. Como castigo a las fechorías que hacían, siempre habrían de pasar varias horas en el patio. Para protegerse del tímido frío y cruel que azotaba Lima en julio, se sentaban juntitos, doblaban las rodillas y extendían las manos como para formar una frazada humana y así se abrigaban uno al otro. A veces la abuelita se olvidaba que los hermanitos estaban en el patio y por consecuencia se pasaban las tardes enteras y así aprenderían la lección de no comerse las uvas reservadas para el postre. Después de todo, la situación económica estaba tan mal en la casa que había que repartir un kilo de uvas negras entre ocho personas. Lo único que le ayudaba a recordar que los niños faltaban en la casa era el llanto de las criaturas  al caer la noche quienes le rogaban entrar  a tomar algo caliente. Solamente en ese momento la abuela imprevisiblemente diría: “¡Ay, Caramba, los chicos están en el patio!” Entonces acudía corriendo a la parte trasera de la casa y los dejaba entrar mientras se secaban las lágrimas.


Este episodio se repitió muchas veces más por el olvido desmemoriado de la abuela que por la mala conducta de los niños. Cada uno de los niños llevaría estas experiencias en lo profundo de su ser quedándosele el alma congelada. Patricia se acostó con muchos hombres pero no llegó amar a nadie, Soledad permaneció sola el resto de su vida y Mario se convirtió en sacerdote para no tener que lidiar con las mujeres como su abuela. A pesar de sus tiernos diez años, Mario era al que más le caía porque era varón y porque las niñas habían aprendido a defenderse mejor que él. Desde pequeño era inquieto y aunque lo mandaron interno varios años y en repetidas ocasiones a costa de grandes sacrificios económicos, después de tres expulsiones su madre y su abuela se dieron cuenta que ya se habían agotado las escuelas donde podía asistir y decidieron traerlo a Lima a vivir con el resto de la familia. Las niñas ingresaron internas al mejor colegio de monjas del Perú, un internado de monjas españolas en Huancayo, y estuvieron allí más de seis años y sin poder regresar a Lima hasta cuando cumplieron los doce años. Si los pobres infelices hubiesen sabido lo que se les esperaba al lado de su abuela, jamás hubiesen regresado a la Ciudad de los Reyes.


La tarde que regresaron las niñas del internado, la abuela estaba contentísima porque finalmente tendría a sus nietos favoritos junto a ella para criarlos como quería. Les enseñaría el árbol genealógico tanto de su padre como de su madre remontándose hasta Doña Jerónima, una de las tantas tatarabuelas que había sido dama de la reina Isabel. Les contaría que su padre el Coronel y todos sus hermanos habían peleado en la guerra con Chile y que hasta habían tomado orines de caballos por la patria y que por eso estaban sus armas en el museo militar del Real Felipe. Les comentaría que aunque el Perú es una mezcla endiablada de gente, ellos eran de sangre noble y que ni se les ocurriera juntarse con negros, cholos o indios porque ella los desheredaría. Les comunicaría que muy por el contrario de lo que dice la gente, la reencarnación sí existe y que cada uno de ellos era un alma de la familia que había regresado a pagar las últimas  deudas pendientes. De aquí que Doña Mercedes repitiera la misma cantaleta todo el tiempo: “Cada oveja con su pareja.” El Coronel se había reencarnado en Mario, Doña Hortensia, la madre de Doña Mercedes en Soledad, y el espíritu de Doña Jerónima vivía en Patricia. “Mi familia está ya reunida,” decía la abuelita.


Había preparado el dormitorio grande ocupado anteriormente por su hija y su segundo esposo, pero que ahora estaba vacante porque Rosario se había marchado a los Estados Unidos. Había tres camas en medio de la habitación divididas por unas mesitas de noche que se habían mandado barnizar y que parecían nuevas. La abuela había tejido los cubrecamas a crochet y con diseños laberínticos en honor a su escritor favorito, un argentino ciego que había sido nombrado bibliotecario de Buenos Aires y cuyo nombre no recordaba. Las sábanas de algodón egipcio bordado también las había hecho ella con mucho esmero pues lo había traído personalmente por su comadre Doña Emilia, la madrina de Patricia, una señora árabe que tenía muchas tiendas por todo Lima. Las cortinas de paño azul cubrían totalmente las ventanas  porque, aunque el cuarto estaba en el segundo piso, Dios sabe esos vecinos indiscretos tratarían de espiar a los nietos para después cuchichear sus calumnias. Cuando Doña Mercedes se sentó a tomar el lonche con el resto de la familia, se sentía exhausta pero satisfecha porque el cuarto de los niños le había quedado de maravilla.


Todo el mundo estaba alborotado con la noticia de que las niñas llegaban del internado para quedarse y que irían nada menos y nada más que al Colegio de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, uno de las mejores instituciones públicas donde asistieron su mamá y su abuela. Al llegar a la estación de autobuses, la abuelita se aseguró de acercarse a la puerta del vehículo y cuando vio a sus nietas dijo: “¡Qué lindas mis nietas! ¡No se parecen en nada a su padre!” Y, sacando a las niñas con prisa, prosiguió a tomar un taxi y llevárselas a la casa. El pequeño Mario cargaba las maletas sin darse cuenta de que estaba siendo ignorado pero esto lo beneficiaba ya que así podía hacer una fechoría sin que la abuela se diera cuenta. Estaba algo perplejo porque no había visto a sus hermanitas en más de seis años y tendría que empezar a quererlas de nuevo. Habían cambiado físicamente y con un peinado a lo Beatle eran más altas que él, Soledad seguía rubia pero tenía en pelo corto y Patricia era mucho más alta que Soledad y con el pelo largo, negro y brilloso. Ambas eran lindas y tenían una sonrisa angelical. “De hoy en adelante no me sentiré tan solo,” se dijo.


Una vez que entraron en la casa, los niños empezaron a sentir los efectos del castigo la sangre, en las piernas y los brazos. Sin embargo, era muy difícil ignorar las marcas ya bastante conocidas del chicote, ó como lo llamaba la abuelita, el San Martín. Esta vez las niñas habían tenido más suerte porque a la hora en que la abuela empezó a repartir los golpes a diestra y siniestra, el pobre Mario se cruzó delante de ella sin darse cuenta y esto la enfureció. Olvidándose de las niñas, Doña Mercedes  salió disparada detrás del niño y acorralándolo en una esquina, comenzó a darle de latigazos hasta el punto en que ella misma se dio cuenta de que si no paraba, terminaría matando al rapaz. Algo aliviadas al darse cuenta de que su hermanito las había salvado, Patricia y Soledad corrieron al rescate de Mario y luego de  ayudarlo a levantarse, los tres se dirigieron al traspatio. Los draconianos castigos ocurrían con un intervalo de una semana dependiendo del estado emocional de Doña Mercedes sufría de depresiones agudas de vez en cuando y cuya duración era siempre prolongada. Los niños ya la conocían y se olían cuando su abuela les buscaba la sin razón para desquitarse con ellos la culpabilidad que llevaba encima por haber salido del convento, pero tenían cuidado y trataban de portarse bien para alargar la mortificación física. Con pena se transmitían que los golpes venían tarde o temprano.


Las noches en su habitación eran frías y plegadas de los lamentos seguidos de las palizas. Les costaba hablar entre ellos y por consiguiente se miraban solamente sin evitar el ver las caritas rojitas de tristeza. Esta vez, las dos hermanitas abrazaron a Mario con fuerza y le agradecieron el haberlas salvado de una condena fija. Los tres lloraban juntitos pidiéndole a Dios que crecieran más rápido que el ser humano común y corriente para salir de la casa. A veces pensaban que Dios se había olvidado de ellos sobretodo en las noches de patio en las que se sentían flotando en un universo perverso cuyo único propósito era de verlos infelices. Sentaditos en la cama abrazados gemían y daban rienda suelta a todo lo que guardaban por dentro siempre con la esperanza de que todo se terminara. ¿Cómo era posible que nadie viniera a su rescate cuando había tantos adultos en la casa? Ni el puto del hijo mayor que se pasaba la vida de cama en cama de mujer casada, ni la hija menor de Doña Mercedes que vivía perseguida por las mujeres que desgraciaba, ni el abuelito Víctor que se pasaba los viernes en el cine Imperio donde daban las películas pornográficas a granel y sus días sentado frente a una máquina de escribir. Finalmente, ni su madre que vivía en un país donde los gringos cada vez eran menos. De esta no se salvaban.

Abrazados como estaban de pronto se dieron cuenta de que después de todo se tenían el uno al otro y que no necesitaban a nadie más. Serían hermanitos, padres, esposos y amigos entre ellos. No se enteraron de cómo llegaron a hacer lo que hicieron, pero sí estaban convencidos de que el abandono ya no se sentía como abandono y la soledad se mitigaba cuando estaban juntos, cuando no había adultos en el horizonte. En el lenguaje silencioso característico de los tres, Patricia, como hermana mayor, propuso algo inaudito, algo que a través de los años se darían cuenta sería la salvación de su humanidad. Aquella noche de invierno limeño y después de muchas horas frígidas en el patio, finalmente habían encontrado la forma de quererse y huir del universo sádico de su abuelita Mercedes. Estando los tres sentados en la cama y en medio de la oscuridad, Patricia llevó la mano de Mario lentamente hacia su seno y la apretó. Estremecida por lo que estaba

presenciando, Soledad se secó las lágrimas y se acercó a Patricia y trató de retirar la mano de Mario del seno de su hermana pero algo inesperado sucedió: Mario se negó a hacerlo. Con los ojos mojados y un ademán lleno de compasión, de la boca de la hermana mayor surgió una sonrisa de consuelo y desahogo. Soledad desistió y así permanecieron abrazados hasta el amanecer.


Conforme pasaban las semanas y la depresión de la abuelita se acentuaba, los niños esperaban ansiosos el momento de estar solos de noche para disfrutar  de su compañía. Como cada vez llegaban más lejos, necesitaban más tiempo para explorar sus cuerpos todavía pueriles pero ardorosos ya que no querían dejar un solo espacio virgen. Se turnaban para conocerse, a veces era Patricia la que iniciaba el juego y otras parecía la sublime Soledad la que manejaba las manos de sus hermanitos. Mario estaba al servicio de sus hermanitas y no se quejaba pues muy por el contrario disfrutaba el intercambio de afecto. Solo muchos años después y casi al borde de la muerte es que entenderían que si no hubiese sido por estos encuentros prohibidos, ninguno de los tres hubiese sobrevivido su implacable niñez ó terminado siendo un verdadero ser humano.


Sus viajes de aventura los llevaron a las colinas de los senos de Patricia y Soledad, las dunas de sus piernas, el mapamundi de los tres potitos, la selva amazónica de las vulvas femeninas, y la abundancia natural de los ríos del pitito de Mario. Lo que había empezado como un instrumento para combatir la soledad, ahora se había convertido en una necesidad, como el aire necesario para vivir. Como los dejaban solos con frecuencia, aprovechaban para montar números sofisticados para niños de su edad. Ahora se ponían la ropa, los tacones y las alhajas de la abuelita representando números musicales donde aparecían Patricia y Soledad bailando sensualmente delante de Mario quitándose la ropa y quedándose como su madre las trajo al mundo. Las risas iban y venían y hasta parecía que las lágrimas eran cosa del pasado, un pasado donde la abuelita estuviese muerta y descansando para siempre. Nada les importaba porque según los tres, éste era su mundo-un mundo en el que el doloroso trayecto de la realidad cesaba; un trayecto del que nadie sabía y cuyo paradigma solamente les pertenecía a ellos tres. Se habían dado cuenta de que a pesar de todo lo que les rodeaba, empezando por el vilipendio de su tía, la concupiscencia del tío, el deseo sexual desenfrenado del abuelito, el vacío de su madre y la demencia de su abuela, habían descubierto un reino en el que ellos eran los reyes y los súbditos a la vez. La felicidad les duró muy poco.


Doña Mercedes siempre decía que su estado mental se debía al hecho de haber salido del convento, un lugar en el que debió permanecer casada con nuestro Señor Jesucristo. Aludía a que llevaba una culpa más grande que la de Sísifo y frecuentemente decía que el sexo era pecaminoso y producto de la imaginación del diablo. Se pasaba los días hablando de lo que hubiese sido su vida si no hubiese abandonado el convento para sucumbir a la vida mundana. Había días en que nadie podía hablarle, ni aún sus nietos favoritos, porque se enfurecía y desaparecía. Durante las ausencias, los niños se olvidaban de esta característica de su abuela y se cuidaban solos porque no tenían otra alternativa observando que, ahora más que nunca, tendrían que mantenerse vivos porque un mundo fuera del universo progenitor les esperaba. Un día la familia descubrió que Doña Mercedes había desaparecido dando la impresión de que se había marchado de la casa. Los niños acostumbrados a la desolación, se alegraron pensando que ahora que la abuela no estaba, podían involucrarse en su aventura lúdica más tiempo juntos. Aquel día, empezaron más temprano y como no había nadie en la casa, decidieron iniciarlo en la sala. Después de todo, estaba adyacente al comedor y así sería más fácil, pues una vez concluido el juego, comerían juntos.


Patricia corrió a la habitación de Doña Mercedes y bajó vestida con sus tacones, su vestido negro escotado, y el collar de perlas que le había regalado su abuelo después de que su abuela se enteró de uno de los múltiples amoríos de su marido; esta vez lo habían pescado teniendo sexo con una prostituta en el cine. Los otros dos la quedaron mirando como si hubiesen visto a una diosa y comenzaron a jugar. La mayor bailaba lentamente levantando las piernas lo más alto posible, tarareando una melodía parecida a la del Bolero de Ravel y moviendo su cuerpecito de un lado a otro para incitar a sus hermanitos. Las miradas libidinosas de Soledad y Mario seguían con fijación el baile y reían con regocijo. Luego de terminar el juego, guardaron las pertenencias de la abuelita en su cuarto y arreglaron la sala para que no hubiese sospecha de ninguna irregularidad.


Una vez guardado todo, Patricia se dirigió a la cocina para preparar la cena de sus hermanitos, Soledad empezó a poner la mesa, y Mario se paró al pié de su hermana mayor para llevar los tres platos a la mesa. Los tres cenaban como si nada hubiese

pasado pues la mayor parte de la comida era dedicada a hablar del colegio. De momento y ante los ojos infantiles candidos e incrédulos, empezó a emerger de la enorme radiola que estaba en medio de la sala principal una figura familiar para ellos. Primero aparece la cabeza encanecida y mal peinada de mujer, luego el tronco menudo y fino seguido de las piernas largas y bien formadas de su abuela. Lo último que llegaron a ver antes de salir corriendo amedentrados fueron los ojos de azabache y llenos de brillo. Ante tal imponente silueta, los niños se pusieron lívidos pero con la ayuda de la adrenalina trataron de encontrar un refugio sin darse cuenta de que Doña Mercedes ya los tenía arrinconados a los tres entre sus brazos. Una vez repartidos los golpes de acuerdo al grado de culpabilidad, los niños fueron separados para evitar que se comunicaran.


Nunca más se habló del asunto. En su lecho de muerte, Doña Mercedes le increparía esta anécdota a Soledad como uno de los momentos más deshonrosos y una de las desilusiones más hondas de su vida. Dicen por ahí que entre sollozos, los niños trataron de explicarle su sentimiento de soledad y abandono pero que la abuelita ciega de ira, se resistió a escuchar razones.






BIO

Patricia Bazán-Figueras ha enseñado en el aula universitaria más de veinticinco años. A través de estás décadas, sus intereses literarios han cambiado pues ha escrito trabajos críticos sobre la pedagogía universitaria, el tema del globalismo, y la literature femenina. Sin embargo, su interés primordial ha permanecido en el estudio de la influencia de la cultura hispana en los Estados Unidos. Ha presentado ponencias en varios países del mundo sobre el tema con el título de “The Rise of Hispanicity in the United States.” Durante sus momentos de ocio escribe cuentos inspirados por su pasado peruano. Su primer cuento “Tal para cual” fue publicado por la revista The Acentos Review en los Estados Unidos. Actualmente enseña lengua, literature, y Global Sudies en la Fairleigh Dickinson University así como cursos sobre multiculturalismo.