Antonio Velásquez

El silencio del escondite


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         El sol siempre ardía furiosamente a la una de la tarde.  El silencio era eterno y el pueblo entero parecía una tumba mientras sus habitantes incómodamente hacían la siesta.  Era un ambiente infernal, mas no para Alex y Alicia.  Para ellos era la oportunidad de estar solos y compartir el profundo amor que se tenían.  Todas las tardes se escapaban al escondite donde siempre terminaban por hacer el amor.  El acto se había convertido en un ritual desde que empezaron a salir tres años atrás.

         --¿Sabes una cosa mi amor?  --musitó Alicia acomodando su cabeza a los músculos del pecho de Alex que trataba de recobrar su respiración normal.

Bio

Dr. Antonio Velásquez was born in El Salvador and was educated in Canada where he got his PhD in Latin American Literature from the University of Toronto in 1999.  He is currently an Assistant professor of Spanish and Hispanic Literatures and Cultures at Fairleigh Dickinson University, New Jersey.  He is the author of Metas, a yet unpublished textbook for students in Intermediate Spanish I and II currently in use at FDU. He is also the author of  Las novelas de Claribel Alegría (2002) and has co-authored the first Canadian edition of Intercambios: Spanish for Global Communication (2006). Several of his academic articles and short stories have appeared in journals in the United States, Latin America and Spain.

         --Sí, dime. . . --ella volteó su mirada hacia él y por un instante le clavó las pupilas como si quiera penetrar su interior.

         --Quiero tener un hijo tuyo, un hijo que se parezca a ti y que sea como tú en todo.  –Alex la miró angustiado pero ella no se percató porque en ese momento le dio por acariciarle el pecho con la ternura de sus labios.

         --Ali, mi vida, tú sabes que te adoro y que haría cualquier cosa por ti, pero un hijo es algo muy grande para lo cual nosotros no estamos preparados.  Si la situación en nuestro país fuera diferente otro gallo cantaría pero. . . –ella lo interrumpió bruscamente levantándose del suelo donde yacían acostados. 

         --¡El país, el país, siempre el maldito país!  ¿Pero hasta cuándo vas a dejar de meter el país en todas las conversaciones?  Yo. . .  –se vestía rápidamente y antes de que pronunciara otra palabra, Alex la interrumpió.

         --No veo por qué te enfadas tanto.  Sabes perfectamente bien cómo está la situación de crítica.  Prácticamente ya no se puede vivir aquí.  Están matando a la gente indiscriminadamente, si no es el Ejército es la guerrilla que recluta a los jóvenes para que vayan a servir de carnada en los campos de batalla y ni siquiera hay empleo.  Yo francamente no me veo con un hijo, es mucha responsabilidad y como sabrás no quiero que tu padre nos mantenga. . . además, no me explico por qué tanta prisa si apenas ni cumplimos los diecinueve años.

         --La edad no es el problema, y tú lo sabes muy bien. . . lo que pasa es que tú no me quieres lo suficiente como para asumir ese compromiso junto a mí.  –Dio vuelta y salió corriendo del escondite que estaba entre los peñascos a la orilla del riachuelo, en la hacienda de su padre.

         Alex se vistió rápidamente y trató de alcanzarla pero ya se había alejado demasiado.  Por un momento sintió el impulso de seguirla hasta su casa pero luego cambió de parecer.  “Eres tan terca que ni siquiera me has dejado explicarte. . . pero quizá sea mejor así. . . –pensó en voz alta.  Al día siguiente fue a su casa a visitarla.

         --Desgraciado puñetero!, ¿qué le has hecho a mi niña?  Ya decía yo que no eras bueno pa’ ella –argumentó doña Concha, que había servido a la familia Márquez desde que Alicia tenía cuatro meses.

         --Nana, por favor, no quiero discutir con usted, dígale a Ali que quiero hablar con ella –pidió calmadamente.

         --¡No, señor!  Usté no va molestar más a mi niña Alicia, desalmado que me la hizo llorar toditita la santa noche.  ¡Váyase de aquí!  Chú, chú. . . –le hacía mates con la escoba cuando apareció Alicia con cara de adormitada.

         --Nana, déjame a solas con él por favor.

         --Pero niña. . .

         --Nana, por favor, déjanos solos –doña Concha se alejó de mala gana.

         --Hola mi amor –dijo Alex tímidamente–  te estuve esperando allá pero como no llegaste vine a ver si estabas bien.

         --Pues como ves no me pasa nada.

         --Ali –le musitó agarrándole la mano mientras se dirigían al jardín–, quiero hablar contigo sobre algo muy importante.

         --Así, ¿y se puede saber cuál es el gran misterio? –le preguntó ella casi burlonamente.

         --Mi familia. . . –se detuvo un rato–, bueno es que quieren irse para los Estados Unidos de mojados.  Yo les he dicho que no los voy a acompañar porque no quiero separarme de ti, pero sé que al final no habrá nada que yo pueda hacer.  –Ella lo miró ofendida y sintió que la sangre le hervía.

         --Bueno, tú sabrás lo que haces.  Si tuvieras los pantalones en su sitio no dejarías que tu familia te manipulara como a un niño torpe que no se sabe defender.

         --¡Eres tan injusta conmigo, Ali!  No sé cómo puedes decir cosas semejantes.  No son ellos los que me obligan sino esta maldita situación que me ahoga. . . –ella lo interrumpió.

         --Y dale otra vez con lo mismo.  ¿Que no te das cuenta que sea como sea este es nuestro país?  Tenemos que estar aquí.  Me molesta que te atormentes tanto por algo que no se puede cambiar.

         --¿Y quién te ha dicho que no se puede cambiar?  Además, no es que yo quiera sentirme así. . . ¿tú crees que yo soy feliz viviendo en este terror que nos consume diariamente?  ¡No!  Y no creas que ha de ser fácil tener que abandonar el lugar donde uno nació para irse a aventurar a otro país que ni conoces y donde la gente te va a mirar mal porque no hablas su idioma o simplemente porque no eres uno de ellos, eh.  A ti qué más da si tu padre trabaja para el mismo gobierno que oprime a los pobres. . . viven muy bien y no tienen que preocuparse de nada –se detuvo y miró a su novia que enrojecía de furia.

         --¡No te atrevas a hablar de mi padre, Alexander!  Él no es como los demás.

         --Bueno, eso lo dirás tú, pero yo no vine a hablar de tu padre sino de nosotros         –Alicia sintió deseos de darle una bofetada pero se contuvo.

         Dos años atrás don Daniel había tomado el cargo de alcalde porque no había nadie en el pueblo que quisiera postularse.  Todos tenían miedo desde el asesinato del último que había ocupado el puesto.  Por todo el país, estos líderes se habían convertido en el blanco de la guerrilla por sus afiliaciones políticas con el gobierno que ellos llamaban opresor.  Para Alex don Daniel no era el personaje que Alicia enaltecía pero no podía confesárselo.  A él siempre le extrañó que se hiciera rico de la noche a la mañana.  Compró la hacienda más grande en las periferias del pueblo y tenía dos iguales no tan lejos de ahí.  La guerrilla lo había amenazado en varias ocasiones y presentía que don Daniel no terminaría bien.

         --Alex, escúchame –le agarró la quijada maternalmente– si yo ansío tener un hijo tuyo es porque te amo.  No me importa que no nos casemos.  Tú dices que me quieres pero te opones a algo que me haría inmensamente feliz.  ¿Qué quieres que piense, ah?  Y ahora con esto de tu familia y los Estados Unidos. . .

         --Pero Alicia, entiéndeme por favor.  Si supieras lo que sufro porque me estaría yendo en contra de mi voluntad.  Pero si no me voy de aquí o me matan o me forzarán a que mate yo, y . . .

         --¿Y qué pasará con nosotros Al? –sollozó acercándose a él.

         --Ya veremos, pero por ahora quiero estar contigo y no quiero que estés enojada conmigo.  –Ella apoyó su cuerpo junto al de él y ambos caminaron de la mano entre las plantas del jardín.

         El día siguiente, muy temprano Alex y su madre tomaron el autobús para la ciudad, en donde harían trámites para viajar.  Los retenes militares estaban a cada diez kilómetros y todos los pasajeros tenían que bajarse para que los soldados pudieran registrarlos a ellos y al vehículo.  La madre estaba nerviosa porque temía que detuvieran a su hijo.  Una semana antes había visto cómo el Ejército encerraba a cuatro jóvenes en un camión militar para que fueran a luchar contra los oponentes del gobierno.

         --Ay m’hijo, ojalá que no estén reclutando hoy –le confesó disimuladamente.

         --No se preocupe mamá, ya me hubieran tirado al camión –le respondió él en voz baja.

         --¡Ay Dios mío, que no vaya a pasar nada! –invocó la madre.

         Sin más contratiempos todos subieron al autobús.  La mañana se estancaba en la penumbra del horizonte.  Los pájaros miraban con tristeza desde las ramas de los árboles a los soldados en la carretera.  El aire acarreaba el hedor a muerte de todos los días.  Era particularmente un día muy triste. 

         En dos meses Alex y su familia viajarían sin documentos a los Estados Unidos vía México.  Para Alex la espera se convirtió en una lenta tortura, pero el día había llegado.  La imagen del rostro triste de su novia no salía de su mente. 

         --Hijo –llamó su madre que arreglaba las maletas– búscame la ropa que quieres llevar para planchártela.

         --Ahí se la dejé en la mesa del comedor –replicó mientras se encaminaba hacia la hacienda a ver a su novia.

         --Nana, ¿está Ali?, dígale que quiero verla por favor.

         Doña Concha lo miró mal y no le contestó.  En el fondo apareció Alicia con la cara triste y sus ojos hinchados de tanto llorar.  Él sintió que se le partía el corazón de verla así.  La abrazó, la besó y luego salieron a caminar.  Hablaron de todo un poco y pactaron luchar por su amor hasta la muerte.

         Te escribiré siempre y te llamaré todos los días.  Ahora me voy porque todavía tengo algunas cosas que arreglar y sólo me quedan pocas horas más.  ­–Ella no podía contener su llanto y le dijo que iría al aeropuerto con él.  Alex la convenció de que sería mejor que no lo hiciera, y se despidieron en ese momento.

         El viajero del pueblo que los llevaría al aeropuerto se retrazó algunos minutos y todos estaban impacientes en casa de Alex.  Cuando finalmente llegó, lo reprendieron y le pidieron que se apresurara para no perder el avión a México.

         La casa quedó solitaria.  Alex le pegó los ojos hasta que el auto viró en la esquina y ya no pudo verla más.  Unas corrientes de lágrimas rodaron por sus pálidas mejillas cuando pensó en Alicia y en todo lo que quedaba atrás.

         Como de costumbre, los retenes militares en la carretera panamericana estaban impidiendo el tráfico normal de vehículos.  Pasaron dos retenes sin ningún problema.  La tercera vez que los pararon, le pidieron a Alex que se hiciera a un lado.  La madre angustiada exigió una explicación pero se le fue negada.  Su llanto y clamores para que soltaran a su hijo no lograron convencer a los hombres fuertemente armados.  Alex fue llevado al camión que estaba estacionado en el andén y donde tenían a otros jóvenes atados de las manos como si fueran criminales.  La madre gritaba suplicante pero nada sucedía.  Cuando el camión militar arrancó la madre le pidió al viajero que lo siguiera pero el auto fue paralizado con un balazo en la llanta derecha de enfrente.  La fatalidad había llegado, la madre sintió que cualquier esperanza de no vivir más en ese caos se truncaba de la raíz.

         Alex se sintió inmensamente triste y aturdido.  Sabía que esa era la triste realidad de su país.  Ahora lo mandarían a pelear y a matar a sus propios paisanos, pensó.  Cuando llegó al cuartel, un doctor lo inspeccionó como a un animal que se va a comprar y luego lo llevaron al barbero para que le raparan la cabeza.  El entrenamiento empezó días después.  El batallón al que lo asignaron tenía la misión de ir a las montañas a luchar contra la pestilencia que implicaban los guerrilleros.  Alex siempre había sentido una antipatía por el Ejército y ahora él, obligadamente,  era uno de ellos.  No obstante siempre pensó en escaparse a como diera lugar.

         En la primera operación a la que fue enviado murieron mujeres, niños y campesinos inocentes.  Las municiones y los explosivos que irremediablemente aniquilaban a la población eran mandadas directamente por los yanquis.  Por un lado se alegró de no haber viajado a un país que infundía y patrocinaba el terror que su gente sufría. Pero por otro lado sabía que era la única salvación para muchos de sus compatriotas que la guerra había despojado arbitrariamente.

         Un día su batallón recibió la orden para otra operación en el interior del país.  Ese día Alex se prometió a sí mismo huir o suicidarse.  La guerrilla había saqueado hacienda y les había robado el ganado a sus legítimos dueños.  Las quejas de los terratenientes eran cada vez más fuertes.  El gobierno se sentía presionado y actuaba de acuerdo a como se daban los incidentes.  Nuevamente murieron decenas de personas y otros fueron llevados para hacerlos desaparecer.  Alex logró escapar pero calló en manos de la guerrilla, dirigida por un tal Comandante Leonel González.

         --Yo quiero unirme a la causa de la Revolución –les confesó nerviosamente—me reclutaron y he andado con ellos a la fuerza

         --Está bien muchacho, no tenés que explicarte –respondió el Comandante con lástima—ya conocemos la desgracia de nuestros jóvenes  pero como podrás entender no podemos darte rienda suelta hasta que estemos convencidos de que eres sincero y que en verdad vas a ser fiel a la lucha del pueblo.  A los traidores les va muy mal. 

         --Yo haré lo que ustedes me pidan, por favor déjenme demostrarles que estoy con el pueblo. . .

         --Eso lo comprobarás en nuestra próxima misión.

         La madrugada siguiente ya tenían dispuesto ir al pueblo natal de Alex.  La misión era el secuestro del alcalde del pueblo, vivo o muerto.  Nada se le informó a Alex hasta el último momento.  Él tenía que entrar a la casa del alcalde mientras que los otros saqueaban alimentos de las bodegas.  La madrugada cayó oscura y empapada de un silencio espeluznante.  “No, yo no puedo hacerle esto a Alicia”, pensó él.

         --¿Qué esperás? –le susurró un joven guerrillero--, que no se te ocurra traicionarlos porque eso se paga con la vida, ¿oyiste?

         Alex se encontraba aturdido sin saber qué hacer.  Pensaba en Alicia de quien no había tenido noticias desde que su madre logró visitarlo un mes más tarde que lo llevaran al cuartel.  “Tengo que hacer algo para impedir que se lleven a don Daniel”, dijo entre sí.  Logró entrar a la casa sin que nadie lo escuchara.  Los gigantescos perros bien alimentados salieron a su encuentro sin ladrar, ya lo conocían.  El Comandante les había ordenado a los otros entrar si no salía con el alcalde en unos minutos.  Alex se dirigió directamente a la habitación de Alicia que dormía profundamente con el peluche que él le había regalado para su cumpleaños.  ‘Mi pobre amor”, se dijo mirándola por unos segundos.  Se acercó y la despertó tapándole la boca para que no hiciera ruido. 

         --¡Alex! –exclamó entre dormida.

         --Shhhhh –le hizo, apoyándose el índice en los labios.

         Ella instintivamente quiso abrazarlo y besarlo pensando que era un sueño, pero luego se percató de que era la realidad.  Él trató de explicarle escuetamente lo que ocurría y lo que había resuelto hacer.  Los hombres que estaban afuera no podían esperar más, pronto llegaría la luz del día y los descubriría.  Alex y Alicia corría para la habitación de don Daniel y su esposa para prevenirlos pero dos hombres con metralletas ya habían entrado a la sala y lo impidieron. Los perros habían sido envenenados y se revolcaban de dolor en el piso.  Don Daniel se había despertado minutos antes al sentir los pasos que rondaban la casa.  Ya había llamado a la guardia del pueblo y les había pedido que llegaran de inmediato. 

         --¡Traidor! –dijo uno de los hombres armados-- ya le decía yo al comandante que no debía confiar en vos.  ¿Dónde está el viejo?

         --Yo no sé.

         --Cómo que no sabés?

         --Pues eso, no sé.

         Alicia le apretaba la mano y llorando les suplicaba a los hombres que se fueran. 

         --Dejá de lloriquear mocosa, y vos abrí la puerta de ese cuarto o te vuelo la cabeza de un balazo aquí mismo por traidor.

         --¿Traidor yo? –Alex agarró valor para responder— son ustedes los que supuestamente están peleando para algo mejor en este país pero mira lo que hacen.  Están haciendo cosas iguales o peores a las que hacen los del otro bando, matando y hostigando a la gente inocente.

         --Mirá, dejá de hablar babosadas y hacé lo que te ordeno.

         --No hace falta muchachos –se oyó la voz nerviosa de don Daniel— yo saldré por mi propia cuenta.

         Uno de los hombres apuntó con el arma en dirección a la recámara mientras que el segundo encañonaba a Alex y Alicia.  En la distancia se escucharon balazos.  Los hombres se pusieron nerviosos la escuchar los gritos de los compañeros que desde afuera les ordenaban que ejecutaran la misión y se salieran de ahí inmediatamente.  Alex fue ordenado a amarrar al alcalde pero se negó.  Alicia no paraba de llorar y él la abrazó.  En ese momento llegó la guardia que el alcalde había pedido y abrieron fuego contra los hombres que estaban afuera.  Todavía estaba oscuro.  La madrugada neciamente guardaba su luto.

         Don Daniel tenía un revólver escondido que intentó usar en contra de los sujetos pero un balazo traspasó su pecho antes de que pudiera hacer algo.  Un guardia entró por la puerta de la cocina y disparó contra los dos hombres que cayeron heridos mortalmente.  Alex lidiaba con Alicia que sangraba inconteniblemente pues había quedado embarazada la última vez que estuvieron juntos y en esos instantes perdía a su hijo.  Don Daniel pedía ayuda y Alex quiso levantarse de donde estaba para asistirlo pero el guardia que no sabía de la presencia de otra persona detrás del sofá, disparó sin cuidado y lo mató instantáneamente. 

         Los cuerpos quedaron tendidos en el piso junto a los perros.  Alicia apenas podía moverse cuando llegó la ambulancia.  No quería la vida después de todo pero su madre donó sangre para salvarla.  Después que se recuperó, siempre iba al escondite entre los peñascos donde ella y Alex, su gran amor, habían compartido secretos y donde pasaron los momentos más apasionados de su corta vida. 

         Un día, a la una de la tarde fue al escondite.  El sol quemante como siempre abusaba de su piel mientras caminaba.  Al llegar a la entrada de los peñascos se detuvo y exclamó alzando su mirada al cielo: “Tú que me estás viendo desde allá arriba, perdóname. . . es tan grande mi dolor que. . .” Entró cabizbaja al silencio del escondite y segundos más tarde el sol tostaba una corriente de sangre que culebreaba lentamente entre las piedras como si quisiera unirse a las aguas lentas del riachuelo.