Bruno Figueroa

BIO

Bruno Figueroa is a graduate from El Colegio de México and the Ecole Nationale d’Administration of France. He is a career diplomat always immersed in literature and culture. As consul general of Mexico in San Jose, California (2004 – 2007), he was struck by the depth and the width of the Latino culture. He has published extensively on international relations. This is his first fiction publication, a political fable inspired by the current times.

La Guerra De Los Nopales

 


Que me entierren en la sierra
al pie de unos nopales
y que me cubra esta tierra
que es cuna de hombres cabales 

Escribió un antiguo poeta persa que la guerra es un juego cruel que sólo se paga con sangre. Ninguna ha sido tan cruel, por absurda e inútil, como la Guerra de los Nopales. Y no hay otra que, por su solo recuerdo, me arranque lágrimas.

La historia a veces irrumpe por la puerta trasera, de manera fortuita. Un disparo en la niebla, una bandera a la cual no se le rindieron adecuados honores o el pico que descubre una piedra brillante en un desierto pueden despertar las peores pasiones de la raza humana.

Voy a contar esta historia porque nadie la vivió como yo. Todo comenzó en un backyard descuidado de un suburbio de Santa Rosa, en California. Quien hable con admiración de Santa Rosa, o exagera o es un habitante de esa anodina población. Lo digo yo que vivo en Sacramento, otra ciudad del Golden State y que se conoce solo porque es la sede del gobierno estatal. A cincuenta millas al noreste de San Francisco, tierra adentro, Santa Rosa puede ser un infierno durante el verano, y fría y húmeda en el invierno. Lo único antiguo son las tumbas del cementerio rural, porque los terremotos y los incendios se han encargado de destruir lo demás.

Era un backyard amplio, cubierto de pasto amarillo y, en diversos lugares, de una tierra dura rojiza, cercado al fondo por grandes matorrales y una valla de madera derruida que marcaba la colindancia con un terreno baldío poblado por una nopalera. Ese domingo Freddy Jimnez preparaba un asado en un inmenso barbecue para sus amigos Steve, Larry y sus familias. Alto y corpulento, con panza de bebedor de cerveza contumaz, barba y una desordenada melena rubia, Freddy era un perfecto "redneck", un perfecto idiota. Con dificultad había terminado la highschool, dedicando más tiempo a la novia y a su Harley Davidson que a los estudios; se alistó en el ejército y participó en la primera guerra de Irak como tirador desde el interior de un tanque. De esa experiencia nacería un fervor patriótico a toda prueba. Se había vuelto un devoto de la bandera de las estrellas y las barras, del himno O say, can you see, y de las fuerzas armadas. Cuando perdía pie en una discusión, lanzaba el argumento final e inapelable: “Have you read the Constitution?”. Le pesaba su apellido de origen español que – gracias a Dios – un ancestro había modificado ligeramente al eliminar una “e” de Jiménez, y montaba en cólera cuando un empleado de gobierno le preguntaba, al llenar un formulario, si era hispano ¡No señor! Su nombre era Freddy Jim-ness, Jim-ness!¡Él era un verdadero americano!

Maldecía a los mexicanos veinte veces al día, mientras recorría con su uniforme de cartero la cuadrícula de la ciudad en su diminuto vehículo sin puertas, repartiendo sobres y paquetes. Sucios y analfabetas, no saben ni escribir, mascullaba con desdén al deslizar en los buzones cartas con las direcciones escritas torpemente y con errores. ¿Por qué no se regresan de donde vinieron y nos dejan en paz?, se preguntaba enojado, y el rubor subía hasta sus orejas, desconociendo que numerosos habitantes de Santa Rosa, como su vecino John Padilla ¡dueño de un terreno de un cuarto de acre! eran descendientes de mexicanos avecindados en ese valle desde antes de 1847.

Aquel domingo de verano, pues, con una cerveza en la mano, mientras sus amigos escuchaban los acostumbrados chistes, Freddy iba asando filetes y las mujeres charlaban sentadas alrededor de una mesa. Jason Jimnez, de escasos dos años de edad, un gran sombrero de tela sobre la cabeza y calzando unas diminutas sandalias, perseguía en pañales al nervioso pastor alemán. Quizás harto del niño, el perro salió disparado hacia el fondo del predio pero el pequeño no se dio por vencido y trotó con la fuerza de sus cortas piernas tras él.

 

¿Por qué su madre no lo detuvo entonces y prevenía así una tragedia de consecuencias incalculables? ¿Por qué el destino puede ser tan injusto? Jason fue perdido de vista apenas unos instantes entre los matorrales cuando se escuchó, más que un llanto, un atroz alarido infantil. La madre, naturalmente, fue la primera en llegar. El niño había tropezado y yacía, boca abajo, sobre varias pencas de nopal que habían crecido a ras del suelo. No se había protegido la cara con las manos, y varias espinas, largas y oscuras, habían atravesado su delicada piel. Al levantarlo, la madre descubrió con horror que una se había clavado en el párpado izquierdo, y el ojo sangraba. La espina fue arrancada de inmediato y el pequeño llevado al hospital. Unas horas después, el veredicto de los médicos fue implacable: el niño iba a sanar de sus heridas, pero había perdido la vista del ojo izquierdo para siempre. Freddy sollozó ruidosamente largos minutos. ¿Por qué? ¿Por qué? No paraba de gemir. Su esposa, al contrario, callada, parecía ausente mientras arrullaba a su hijo. 

 

De regreso al hogar, la mujer rompió su silencio y le espetó con rabia a Freddy: “!Te pedí hace mucho que cortaras esas malditas plantas y arreglaras la valla! ¡Ahora es demasiado tarde!” En efecto, la nopalera del terreno baldío había invadido parte de su jardín; nunca le había prestado atención. Cada planta medía unos dos metros de altura, y de sus pencas brotaban innumerables espinas de al menos dos centímetros de largo. Como acto de contrición y para dar rienda suelta a su rabia, Freddy Jimnez acabó con las matas de su terreno a machetazos y las quemó en una hoguera improvisada. ¡Magro consuelo para un padre que amaba a su hijo como a nadie en la tierra! 

Un par de días después, en un bar de Santa Rosa ahogaba su pena con Steve y Larry. Repasaban una y otra vez el terrible incidente. “Y para empezar - dijo en voz alta - ¿por qué existe esta planta tan peligrosa aquí? ¿Por qué creció en mi backyard? ¿Qué no es mexicana?”hasta se la comen  Así es, replicaron sus amigos. Los mexicanos .  ¡Deberían prohibirla! Exclamó Larry dando un puñetazo sobre la mesa.

 

Decidieron al día siguiente visitar al alcalde quien, conocedor de la tragedia, los recibió de inmediato. Tras escuchar las palabras confortantes de rigor, Freddy Jimnez fue al grano: el accidente no hubiera sucedido si esas peligrosas plantas extranjeras no hubieran invadido nuestros jardines. ¿No se pueden erradicar de la ciudad?  El alcalde comprendió el razonamiento y pidió tiempo para consultar al cabildo. Reunido éste pocos días después, los concejales dieron rienda suelta a su poca simpatía por los nopales: estas cactáceas son en efecto plagas inútiles. Surgieron anécdotas sobre heridas causadas por las espinas – ninguna tan grave como la del pequeño Jason –, su propensión a multiplicarse en un abrir y cerrar de ojos, y la dificultad de arrancarlas.

 

Pasó un par de semanas y el cartero Jimnez se presentó a la audiencia del cabildo donde se votaba un bando que en primer lugar declaraba al nopal  - the opuntia plant, commonly known as prickly pear or cactus plant – planta nociva para la sociedad y la economía de la ciudad; segundo, instruía al Departamento de parques, jardines y deportes a erradicar dicha planta de los espacios públicos comprendidos en el perímetro de la ciudad; y por último invitaba a la ciudadanía a arrancar la planta de sus propiedades, poniendo a su disposición un número telefónico para quien no supiera cómo hacerlo. Se opusieron varios concejales latinos, que habían comprendido la connotación racial de la disposición, pero no pudieron evitar la decisión que daría inicio a este infame episodio – otro más – de la historia de este país.

 

El Santa Rosa Gazette publicó al día siguiente una escueta nota: “El cabildo de Santa Rosa ordena la erradicación de los nopales, tras un grave incidente en que un infante perdió un ojo al caer sobre una de esas plantas llenas de espinas que han invadido la ciudad”.

 

Tan pronto fue conocido el bando, no faltaron en Santa Rosa las voces indignadas. Gente con educación universitaria y algunos maestros de escuela y del College la tacharon de absurda, radical y exagerada: “es como querer matar una mosca con una bala”, dijo alguno. La sociedad de horticultores de Santa Rosa, llamada Luther A. Burbank en honor al hijo pródigo de la ciudad y célebre botanista fallecido en 1926, sostuvo una tormentosa sesión que duró varias horas. Al inicio sus miembros, amantes de las plantas y mentes racionales, concordaron en que la medida era incorrecta y falaz: ¿Qué culpa tienen las cactáceas? Hombres y plantas pueden convivir en armonía, pero le corresponde a la sociedad tomar las precauciones debidas. Empero, algunos hicieron notar que el nopal puede convertirse en una plaga, y muchas plantas consideradas como plagas son erradicadas. Alguien recordó que el venerado Luther Burbank había desarrollado a principios del siglo veinte un cactus inofensivo sin espinas, Burbank Spineless Opuntia, que en algunas granjas de Sonoma servía de alimento para el ganado. Ejemplares de dicha variedad se exhibían a escasos metros de la sede de la sociedad. El alcalde había tomado pues una decisión correcta. Los ánimos se calentaron y los pacíficos botanistas comenzaron a lanzarse improperios como espectadores de lucha libre; nadie recordaba un diferendo que los dividiera como en aquella ocasión. Frustrados, los miembros de la sociedad se retiraron en plena noche sin haber resuelto tan espinoso asunto.

 

El Centro La Raza de Santa Rosa, en cambio, conformado por autodenominados latinos, en su mayoría descendientes de mexicanos, no tuvo que deliberar mucho tiempo para votar un contundente manifiesto de repudio. Proclamó que el bando municipal era sesgado, racista, y que atentaba contra las legales y arraigadas sanas costumbres de los latinos, como el cultivar y consumir nopales. Decenas de agrupaciones latinas de todo el país, advertidas por La Raza, inundaron la alcaldía de Santa Rosa de mensajes indignados. El caucus latino de la asamblea legislativa de Sacramento inclusive inició una demanda para invalidar la vil medida de Santa Rosa, y alertó a MALDEF y a ACLU.

 

El Washington Post retomó la noticia dándole otra luz, recordando decisiones absurdas de cabildos como aquella de Carmel, cuando era alcalde el actor Clint Eastwood, que prohibía a las mujeres caminar con tacones por las calles empedradas.

 

Se venían elecciones para gobernador en California. De entre los candidatos improvisados que nunca faltan, destacaba uno por arrojado y hablador, cuya ignorancia sólo era superada por su arrogancia: Bob H. Rose. Este multimillonario de Newport Beach decidió lanzarse a la contienda sin experiencia política, pero con algunas ideas sectarias y clasistas bien arraigadas. Su lema era “For a true and strong California”. Por verdadera, entendía una California de blancos para blancos. Cercano a la Asociación Nacional del Rifle, también había acuñado el lema fácil y efectivo de “Guns and Rose”.

 

Hombre de gran intuición política, Rose apreció la naciente controversia por los nopales, y entrevió una gran oportunidad. ¡Por Dios santo!, exclamó. ¿Qué elector va a defender una inútil planta que ni siquiera es americana? Recibió ante periodistas a la familia Jimnez, y cargó al pequeño Jason frente a las cámaras, señalando el parche negro de la ignominia sobre el ojo izquierdo. Esta criatura, sentenció, fue víctima de la criminal negligencia de nuestros gobernantes, que han sido demasiado laxos con las plagas que nos vienen de fuera. ¡Ni un Jason más!, tronó, e invitó a todos los cabildos de California a aprobar reglamentos similares a los de Santa Rosa. Prometió, de ganar la elección, emitir una ley muy dura para erradicar “esa y otras escorias que no representan la verdadera California”. 

 

Hizo suyo el “JJ Case”, como se le comenzó a llamar, y se llevó a los Jimnez, padre e hijo, a cada mitin político, como un cirquero a sus enanos.

 

“Prickly pear” era una palabra impronunciable. “Cactus”, impersonal y hasta pedante. Descubrió que en español se decía nopal; ¡NO-PAL! ¡No-amigo! Era la palabra perfecta. Inventó un par de nuevos lemas de campaña:

 

BURN THE NOPAL               ROSE VS NOPAL

 

En los mítines exhibía al niño y preguntaba, retórico y eufórico: ¿Y QUE VAMOS A HACER CON EL NOPAL? Y sus seguidores coreaban: ¡QUEMARLO! Y todos juntos: ¡BURN-NO-PAL! ¡BURN-NO-PAL!

 

Los contrincantes de Rose tuvieron la mala estrategia de convocar a científicos que demostraron lo absurdo de culpar a una planta tan californiana como el sequoia o la Vitis californica de males diversos. Rose los ignoró y simplemente se presentaba en un poblado y, entre seguidores cada vez más numerosos, prendía fuego a un montículo de nopales. Nuevos cabildos votaron la erradicación de la cactácea, salvo por supuesto aquellos donde los latinos eran mayoría. Ya verán, amenazaba Rose, algún día, más pronto de lo que se imaginan, obligaré a todos los condados del estado a acabar con esa plaga, ¡porque California es una e indivisible! 

 

En una entrevista de cobertura nacional preguntó, insidioso: ¿Y esa planta, acaso no figura en la bandera de otro país? Que no me digan que no es extranjera. ¡Que se la queden ellos! Improvisado experto en asuntos internacionales, pontificó: Nosotros nuestras plantas, ellos las suyas. El respeto de este principio es la paz.

 

A partir de esa noche, donantes anónimos y poderosas agrupaciones conservadoras del país depositaron millones de dólares a la cuenta de su campaña. Unos meses después, Rose había ganado las elecciones y había mudado su residencia a Sacramento. Tenía lista su primera iniciativa de ley: la Alien Noxious and Invasive Plants Act. Para no singularizar su acción contra una sola planta, sus asesores, astutos, habían desempolvado un listado de plantas de California nocivas para el agricultor y seleccionaron algunas con nombres extranjeros como la Imperata brasiliensis u ojo de satín brasileña, la Genista monspessulana conocida como escoba francesa, y aquella planta de nombre amenazador, el Lycium ferocissimum, o boxthorn africano, y las habían sumado al proyecto de ley.

 

En la asamblea estatal cundió la ira. El caucus latino representaba la mitad de la cámara, y ningún legislador de ese grupo estaba dispuesto a aprobar tan ominosa ley. Rose usó el chantaje, y amenazó con retirar de nueva cuenta los permisos de conducir a los indocumentados, y vetar los presupuestos etiquetados para obras en la circunscripción de cada legislador. Lo segundo dolió más que lo primero. Tras un intenso forcejeo, la asamblea cedió porque finalmente no parecía haber daño económico, y Rose tuvo en sus manos el instrumento que le permitía obligar a los empleados públicos del estado de todos los niveles a aniquilar el objeto de su ira y el instrumento de su victoria. Jimnez fue nombrado Coordinador Estatal de la Erradicación de Plantas Nocivas, y comenzó a recorrer California, ufano, en una gran camioneta nueva adornada de un escudo oficial en cada lado.

 

Correspondió al Departamento de Alimentos y Agricultura la ejecución de la ley. El destino quiso que yo, un latino de segunda generación, agrónomo de profesión y empleado de ese Departamento, tuviera que preparar las instrucciones detalladas dirigidas a todos los condados del estado. ¿Por qué no pedí mi cambio a otra dirección, por qué no renuncié? Debo admitirlo: me acobardé y por ello traicioné a mi propia gente; sólo pensé en mi cómodo trabajo, en la hipoteca de mi casa. Me avergüenza decirlo: esas instrucciones las escribí yo.

 

 Sentí punzadas en el corazón cuando mi propia madre me preguntó si conocía esa terrible medida: “Mijo, this is so bad! Remember your papito, he loved so much his huevos revueltos con nopales!” Cada poblado debía ser limpiado de todo nopal; escuadrones de agentes estatales y municipales fueron formados y adiestrados en el uso de sierras eléctricas, machetes y lanzallamas. Miles de guantes fueron repartidos para que nadie quedara lastimado por las espinas que habían cegado a medias al pequeño Jimnez. Balboa Park y todas las misiones jesuitas de California perdieron sus pintorescos nopales.

 

Una noche, por televisión, miré helado a los gobernadores de California, Arizona y Texas juntos. Eran como Stalin, Churchill y Roosevelt repartiéndose el mundo, así recordaba una fotografía de mi libro de historia de la highschool. Los gobernadores hablaban de los nopales e hicieron un pacto - ¡Un pacto! - para erradicar las plantas de sus respectivos estados. Rose no cabía de satisfacción.  Comentó que ya había cumplido con un 30% del plan de erradicación en su estado. Esa campaña, pensó, manejada con habilidad, podría llevarlo – ¿por qué no?- hasta la Casa Blanca...

 

Entonces, nació la Resistencia.

 

Miles de manos anónimas, humildes, ásperas y callosas, en su mayoría femeninas, comenzaron a afanarse en silencio para poner a salvo esas plantas que las habían acompañado toda la vida, como las sodas de colores y la Virgen de Guadalupe en las salas de estar. En cubetas usadas, latas grandes de hojalata y, las menos, en macetas de barro, hojas recién cortadas de nopal fueron enterradas y resguardadas fuera de la vista pública en los patios traseros. Porque, deben ustedes de saberlo, el nopal, como todas las cactáceas, ¡sabia es la naturaleza! se reproduce también por espejes, y de la hoja brotan raíces y nace una nueva planta. A gran velocidad. Fue una acción colectiva inconsciente, de Salinas a Fresno, de Yuba City a Temecula, hija de la sabiduría ancestral y de un profundo sentido de preservación.

 

Surgieron luego pequeños grupos de choque que buscaron atraer la atención. Una madrugada apareció frente a la residencia del gobernador en Sacramento, en un bote de basura, un nopal de dos metros de alto con el siguiente mensaje sostenido por las espinas de la planta: THE NOPAL BELONGS TO CALIFORNIA. Una llamada anómica había alertado a las televisoras, y fue noticia todo un día. Rose optó por no darle importancia al asunto.

 

Afuera de un estadio atiborrado; a unos metros del legendario hoyo 7 de Pebble Beach; durante el estreno de una película en Hollywood; frente al árbol de navidad de Union Square en San Francisco; en la garita de Otay, fueron apareciendo nopales con mensajes similares, y todos retirados prontamente. Los muros y los postes de California se fueron poblando de nopales de todos tamaños y variaciones de verde.

 

Menos gracia le dio al gobernador cuando todos los asambleístas de California, los miembros de su gabinete, los jueces de la Suprema Corte estatal y hasta él mismo, recibieron el mismo día una pequeña planta espinosa en una coqueta maceta acompañada de una tarjeta que rezaba: Con los atentos saludos de la Resistencia. Exigió dar con los culpables: habían violado la ley de plantas extranjeras nocivas al diseminar por el estado especies prohibidas. No fue difícil dar con ellos por el sistema de rastreo de la empresa mensajera: era un grupo de estudiantes acomodados del Pitzer College, de Claremont, al este de Los Angeles, alentados por su maestro de historia chicana.

Estos preppies latinos tendrán su merecido, determinó con desdén el gobernador, bautizado por ellos como nopalhater, o enemigo del nopal, mutado en Nopalator, como años atrás hubo un Governator. Fueron arrestados y pronto liberados tras pagar una modesta multa. Pero Rose exigió la expulsión del profesor universitario, y que se investigara el origen de las plantas. Las cosas comenzaron a complicarse.  El profesor era amigo del presidente de la asamblea estatal, egresado del mismo college; se desató una fuerte polémica entre quienes veían en la acción de los chicos un acto de libre expresión, y quienes exigían la estricta ejecución de la ley. Apurado, presionado y timorato, el Concejo de Pitzer se decidió por castigar al profesor. Los estudiantes bloquearon los accesos de la universidad en un sit in que no se había visto desde los tiempos de la guerra de Vietnam.

Los investigadores estatales dieron con los viveros clandestinos que vendieron las cactáceas a los muchachos de Pitzer en barrios de East L.A., y comenzó una implacable redada. Mi primo Maurilio me contó cómo tumbaron la puerta de la casa de uno de sus amigos diez hombres de negro, armados y encapuchados, quienes se deslizaron veloces al backyard protegido por plásticos. Pisotearon indiferentes numerosas plantas de mariguana y se llevaron la evidencia: un par de docenas de nopales. Ni siquiera eran negocio, suspiró mi primo; las teníamos por solidaridad.

La persecución se volvió cacería. Decenas de personas fueron arrestadas por todo el estado, inclusive una pobre abuela ciega porque a un costado de su puerta crecía un desafiante nopal. Jinmez oficiaba como procurador improvisado, exhibiendo las espinosas culpables,  portando un absurdo chaleco antibalas frente a las cámaras. 

¿Qué hace el gobierno de México, por qué no actúa? ¿Y sus diez consulados en el estado? preguntaron, indignados, numerosos líderes latinos y miembros de la comunidad. En la capital mexicana, finalmente, un tibio comunicado de la Cancillería “expresaba preocupación”, “deploraba los excesos”, instaba a “garantizar el respeto irrestricto de los derechos humanos”, “hacía un llamado a la mesura”, y – ¡colmo de firmeza! – invitaba al gobernador Rose a un diálogo “sereno, objetivo e incluyente”. El Nopalator ignoró el mensaje y la invitación.  

Durante el desfile del 5 de mayo en Santa Ana, cuando el cónsul mexicano cruzaba lentamente la calle 4 en un Plymouth Belvedere convertible, saludando con el brazo en alto, a escasos dos metros del auto un paisano le soltó un “puto” quedito, sin mover un músculo. Su vecino lo escuchó y repitió la palabra con un poco más de valor. Cincuenta metros adelante, la interjección se había vuelto clamor. El cónsul prefirió la huida vergonzosa a la deshonra sin defensa, brincó del vehículo y desapareció entre la multitud. Todo fue grabado por incontables smart phones, y las redes sociales terminaron con su reputación en pocas horas.    

En esta lucha desigual, el pueblo sufrido decidió una vez más tomar justicia por mano propia. Toneladas de nopales frescos tomaron el camino del norte, de manera clandestina. En la frontera, se encontraron pacas completas ocultas tras mercancías diversas en camiones mexicanos, incluso dentro de piñatas con la efigie de Rose. El gobernador exigió al gobierno federal cerrar la frontera con México, y amenazó con movilizar a la guardia estatal. En Washington, el presidente discutió en sesión del Consejo Nacional de Seguridad la naturaleza de la amenaza. La respuesta quedó postergada.

El consumo de nopal no podía prohibirse, ya que no significaba un riesgo para la salud. Se volvió fashionable presentarlo en el menú de restaurantes de Beverly Hills y Malibú, montado en lasaña o reducido y enfriado como nieve. Portar en la solapa del saco o sobre la blusa un pequeño pin en forma de nopal verde fue la forma más exquisita de la resistencia.

La producción clandestina de nopal creció, ¿Podía en verdad esperarse otro resultado? Lo advertí a mis superiores: esa guerra no la pueden ganar. No fui escuchado.

Los Angeles Times destacó la siguiente nota, un 28 de julio:

En Los Padres National Forest, guardias forestales apoyados por elementos del Departamento de Alimentación y Agricultura exterminaron un campo ilegal de aproximadamente 240 acres de nopal. En el sitio, de difícil acceso por encontrarse en plena montaña, sólo encontraron unas cabañas abandonadas, picos, palas y azadones, y un bulto de aproximadamente 500 libras de nopales listos para ser plantados en un terreno que había sido preparado. “Estas plantas sin duda alguna provienen de México - refirió el alguacil de Santa Barbara, a quien se le había turnado el caso criminal – y como en tantos otros casos similares, se ve la mano del crimen organizado de ese país”.

La música es consuelo y refugio de los oprimidos. En casa de mi madre, en la tradicional tertulia multitudinaria de Navidad, después de los tequilas y del atole, los viejos sacaron sus guitarras e improvisaron un melancólico corrido en homenaje al gran músico Lalo Guerrero. Anoté entonces sus palabras:

                        Yo soy el nopal, señores,
                        Nací del lado americano,
                        Apocado y lleno de temores,
                        Porque del mero México soy. 

                        Los gringos me discriminan,
                        Como si fuera extranjero
                        A pesar de que esta tierra,
                        Era de México primero. 

                        Yo soy purito nopal,
                        De savia qués medicina,
                        mi hoja es buena pal comal
                        Y me protege la espina. 

                        No es mi culpa haber nacido
                        Del otro lado del Bravo.
                        Ya se despide este nopal,
                        Hasta luego y allí los wacho! 

El Hip hop, scream rap, grime, reaggaeton, todos los ritmos fueron buenos para que los jóvenes gritaran a su manera su indignación, su rabia e impotencia. Los dedos anillados y tatuados en alto, frente a cientos de seguidores en trance, el rapero Lil Fuego disparaba las letras de su manifiesto Californopal, que comenzaba así:

                        Hey you, perro, loco chacal,
                        Leave the calles of my barrio,
                        Escucha: ¡Mi gente usará fuerza letal
                        Si sigues exterminando mi sagrado nopal! 

Llegó la Semana Santa y no habían amainado ni los afanes de justicia ni la represión de los esbirros de Rose. En la Iglesia de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles, como cada Domingo de Resurrección, el párroco encabezó una Procesión de la Alegría. Tras él avanzaban por la Placita Olvera niñas y niños de capa y guantes blancos, beatas de todas edades, y dos imágenes, el Cristo Resucitado y la Virgen del Triunfo, llevadas en hombros.

Nadie supo en qué momento apareció al final del cortejo Nazario. Calzaba sandalias franciscanas, portaba una túnica blanca y cargaba una gran cruz forrada de oscuros nopales clavados a la madera por todos los costados. Era la reencarnación del Cristo Penitente, magnífico y terrible, su gran cabellera ceñida por una corona de espinas y la barba hirsuta. Avanzaba lentamente, sin quejarse. Ante él la gente, sobrecogida, fue cediendo poco a poco su espacio hasta que se encontró tras la virgen María. Las largas espinas del nopal traspasaban su piel, y la sangre escurría por los brazos y la amplia espalda, entintando de rojo la frágil tela que cubría parte de su cuerpo y que parecía el mismo sudario del hijo de Dios.

Una mujer gritó ante tan insoportable visión. Alertaron al sacerdote, quien se acercó para razonar al incongruente crucificado en su procesión del Señor resucitado, mensajero de paz y felicidad. Hijo - le profirió a corta distancia -, y su voz se quebró. La mirada de Nazario irradiaba infinita misericordia y a la vez implacable voluntad, como si él no sintiera el dolor que producía cada espina que laceraba su piel, como si se encontrara expiando, solo, todo el mal que había traído la guerra de los nopales. El juicio perturbado, el párroco retomó sin una palabra la dirección de la procesión, que siguió su camino por Alameda Street. Comenzaron a fotografiar y a filmar a Nazario sin cesar. La noticia corrió como pólvora. Llegaron cámaras de televisión y el lento caminar del crucificado de Los Ángeles apareció live en los noticieros. El estupor no pudo ser mayor. Periodistas intentaban sin éxito sacarle una palabra al penitente que se deslizaba con su dolor en un trance, por encima del ruido terrenal. 

Ahora una multitud se había incorporado a la procesión, que poco a poco regresaba a la parroquia por el parque del Padre Serra. Los vendedores de mercancías mexicanas de la calle Olvera habían abandonado sus puestos para acercarse a la milagrosa aparición. Nadie se atrevía a tocarlo, y no faltó el exaltado que se hincara ante él implorando perdón.

Por no entender el valor de la purificación por el sacrificio, más de un transeúnte marcó el 911 y exigió la intervención de las fuerzas del orden para detener una atrocidad, un acto bárbaro y cruel que no puede tener cabida en los Estados Unidos.

Lo que siguió es confuso. Sin duda Nazario contaba con acólitos porque, ¿cómo explicar que saliera tan rápido de la procesión cuando la policía se encontraba cerca? Ingresó a Pico House y cerraron las puertas del histórico edificio tras él. Reapareció en la azotea, sin su cruz, parado sobre el pretil, a centímetros del vacío. La gente se aglomeró metros abajo. Gritó primero y luego enmudeció. Hombres uniformados se detuvieron a poca distancia de él. Un helicóptero sobrevoló y el ruido se volvió ensordecedor. El Cristo Penitente se dejó caer de golpe.

Nazario era mi hermano. El hermano que más quise, el que guio mis pasos. Actuar fue su pasión y muy joven se unió al Teatro Campesino de los Valdez. A diferencia de mí, aprendió a darle valor a nuestra cultura, a transmitir a nuestro pueblo en California el orgullo por los aztecas y la Raza, nuestra Raza, y la Revolución y las injusticias y la lucha de César Chávez. Por muchos años corrió por la nave de la Misión de San Juan Bautista como ángel y como demonio en la pastorela navideña, y fue Juan Diego en la obra sobre las apariciones de la Virgen del Tepeyac. Encarnar al Hijo de Dios fue su último y supremo espectáculo, el que lo hizo grande para siempre, y el que nos separó de él también para siempre.

Cuando miré en una pantalla, los ojos nublados por el llanto, su trágico viacrucis y el fatal desenlace, fui el primero en descifrar la importancia de su mensaje. Recordé las palabras de la virgencita que Juan Diego pronunció ante el Obispo Zumárraga en su segunda conversación, y que casi le cuestan los azotes. Le pedía la virgen morena que se construyera un templo dedicado a ella. Mi hermano, en la antigua Misión de San Juan, donde aún resonaban los ecos de las luchas por la supremacía de esas tierras californianas, y donde el mexicano, hijo de español y de indio, era hoy el oprimido, repetía cada año:

In this way I will teach the Spaniards to see the indio as his other self, and thus put an end to the injustices being committed in the name of his son Jesus Christ.

 

El sacrificio de Nazario no fue vano. Cesó de súbito la persecución de la planta que, a final de cuentas, no había causado más muerte que la de mi hermano. Salieron de las cárceles quienes la protegían. En Sacramento el gobernador Rose, el Nopalator, declaró una victoria “total” y dio fin a la campaña exterminadora. Pero a nadie engañaba: la guerra que había emprendido era insostenible y absurdamente costosa. La asamblea estatal revocó la infame ley.  Y Freddy Jimnez? Lo fotografiaron en Lake Tahoe con dos rubias voluptuosas, dentro de la camioneta del estado. Durante meses había disfrazado incontables cuentas de bares, casinos y prostíbulos de gastos oficiales, y terminó en prisión ante la indiferencia de todos. El pequeño Jason vive en otro estado con su madre.

* * * * *

Me encuentro limpiando la tumba de Nazario, al pie de las Montañas Rocallosas. Su lápida es alta, la custodian dos Opuntia ficus-indica que crecen con rapidez. Habían renacido tras un muro de la Misión de San Juan y de allá con cuidado los traje. También colocamos una estatua de nuestra virgen e, hincado ante ella, otra de San Juan Diego. Pronto llegará el primer autobús del día con peregrinos que harán peticiones al Cristo de los Nopales. Algunos ya quieren erigir una capilla. Vienen hasta desde México a pedirle milagros. Dicen que es el Cristo de la Esperanza para quienes padecen un padre tiránico, un patrón prepotente, o una autoridad despótica.

 

 

 

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