Vera Burrows

BIO

Born of Guatemalan parents, Vera Estrada Burrows has completed a B.A. in Comparative Literature and in English with Creative Writing at the University of California, Los Angeles, and she is pursuing an M.A. in Latin American Studies at UCLA’s International Institute. Her fiction has appeared in Westwind and The Daily Bruin. She divides her time between editing her first novel, researching gender roles in magical realism novels, and raising a family. She lives in Los Angeles.

El Envelope

 

         I held the envelope addressed to my nieta, la Carlota. The sun above my head made the thick paper blinding white; no podía leer ni el remitente. But, I could see the logo at the top left corner. This one was from Berkeley. Al norte y bien lejos de aquí. Carlota would be especially interested in what this one said, and who could understand her? ¿Quién? Tan frío allí. The only thing colder and drearier than the Bay Area was the rainy season in Guatemala. Aquella Guatemala que dejé hace mucho.

         I took the reading glasses from my apron, el delantal ese de cuadros rojos que hice hace unas semanas, and I held the envelope up and squinted at its contents. Some of the letters Carlota had received started with, “Thank you for applying…” or “We regret to…” Those letters she got. Others started out with “Congratulations…” or “We are delighted to…” Ni pensarlo. Carlota never saw those letters. I tore them up and flushed them down the toilet. Ojalá ese papelerío no tape esa mierda de inodoro viejo.

         I couldn’t see through this envelope, but I’d find out as soon as I went inside and got the table knife I use to open all these cartas malditas. This one in particular looked a lot like one I had received a few decades ago—bien grueso el sobre—and I decided it didn’t matter what it said. I’d flush it before Carlota and the renters got home. Ah, pero me las va pagar esta patoja cabrona cuando venga...

 

         Fue en el ‘78 cuando el tarado de mi marido sin querer participó en una de las muchas manifestaciones contra el Gobierno. Me acuerdo bien porque en ese año nació Marianita, nuestra única hija. El Federico en ese entonces apenas llegaba a chofer de camioneta urbana después de ser ayudante de camioneta extraurbana no-sé cuantos años. Bien me acuerdo que manejaba una Ega. Era una 19 Periférico. Se iba con la camioneta—vieja, de un verde musgo feo con rojo igualmente feo—de la Colonia El Milagro en la Zona 19, por toda la Calzada San Juan hasta el Periférico, y de allí hasta la San Carlos. A la universidad iba a dejar al puño de universitarios, bolos y bochincheros todos, y de regreso se venía por la misma ruta. Todos los días, todos los días—sin parar. Pero es que sólo así se hacía pisto en esos días, chula.

         –Allí tenés cuidado—le decía yo. Muchas veces hablábamos mientras yo lavaba ropa o trastes en la pila, atrás de la casita de un dormitorio que alquilábamos en El Milagro. La cocina era un huevito sin gabinetes, y apenas cabía la estufa. Pero la sala, como era amplia, la dividimos con una cortina roja, gruesa. El techo era de lámina picada que se goteaba en el baño y en el dormitorio cuando llovía.

         –No le hagás caso a las noticias, mija—me decía el Federico—sólo exageraciones y mentiras son. No te amargués la vida.

         Y yo de tonta que le hacía caso, chula. Babosa que es una, ¿no cree?

         Había mucho alboroto en esos días entre los estudiantes y el Gobierno. Y el Federico, que le encantaba volar lengua mientras manejaba, se hizo amigote de uno de esos estudiantes—el tal Oscar, que ya ni siquiera estudiante era para ese entonces. Pues, resultó que el Oscar metió la pata con la novia, la Tatiana de allí mismo del Milagro, cuando él estaba apenitas en el segundo año de Economía, y se tuvieron que casar para no traer otro bastardo al mundo. Pobre. Y tan chula la patoja, con ojos de muñeca y el pelo hasta la cinturita. Ni se imaginaba ella lo que le esperaba por meterse con un estudiante. Pero como el Oscar había estado metido entre las verijas de la AEU, éstos le consiguieron trabajo de en uno de los sindicatos. Uf. Primero estudiante y de allí sindicalista. De mal en peor, la pobre. Y así fue como le comenzó a endulzar el oído al baboso de mi marido cuando regresaban en camioneta por las tardes. 

         –Que no hablés de política con nadie te he dicho—le decía yo al Federico. Quebré un chingado vaso cuando me dijo lo del Oscar y el sindicato.

         Acababan de elegir a Lucas-García a la Presidencia y no había nadita seguro. Había una tensión insoportable en el aire. A donde quiera que uno fuera, ya fuera el mercado o cuando iba uno en camioneta, había tensión y miedo. Miedo de hablar. Miedo de respirar.

         –¡Aj! Ya vas a empezar con lo mismo. No es nada, Matilde. Aquél y yo sólo hablamos como habla toda la gente. Por nada te andás preocupando. Mejor concéntrate en lo tuyo, mirá que los Ricitos y las Gallo ya se te están acabando en la tienda. ¿Cuándo vas a hacer pedido?

         Era cierto, chula. Tenía yo una mi champita en la sala, del lado de enfrente de la cortina roja, y allí me ganaba unos centavos cada día. Pero me los guardaba con la esperanza de comprarnos una casita en una de las colonias nuevas. Y también es que uno nunca sabe cuando va necesitar pisto, decía mi nana. Y es cierto.

         De allí pasó eso lo de Panzós–en mayo o junio, no me acuerdo. Al fin y al cabo, nadie sabía que es lo que había pasado.  Unos decían que el indial se levantó y atacó al ejército, y otros dicen que fue el ejército el que atacó a los indios. A saber qué pasó, pero esto causó que se alborotaran más todos los estudiantes y los sindicalistas.

         Pues, también resultó que el Oscar era íntimo amigo del Oliverio Castañeda de León–sí aquel, el que era presidente de la AEU, al que acribillaron a plena luz del día en el Parque Centenario. Allí lo fue a encontrar mi general Romeo Lucas-García meses después de asumir la presidencia. Lo peor es que tenía cola el Oliverio y, uno por uno, fueron cayendo los de la colita. Estudiantes, sindicalistas, periodistas, y de allí hasta los catedráticos de la USAC, amanecían muertos o desaparecidos.

         Pues, anunciaron un alza al pasaje urbano y los sindicatos y los estudiantes pusieron el grito en el cielo.

         –No conviene que te metás en problemas de huelga y política. Y mejor si dejás de estarte metiendo con los estudiantes y los sindicalistas–le dije–Don Sebastián te esta pagando bien para que le manejés su camioneta, no para que le hagás relajo y le estés dando colazos a los estudiantes en la camioneta de gratis. Hacéme caso o te va ir mal, fíjate lo que estoy diciendo, pues. Seguí trabajando como siempre, como que si nada.

         –Pero es que, ¡de cinco centavos a diez! Puta, ¡es que no se puede, vos! ¿Cómo nos vamos a quedar callados?–

         –Que no te metás, te estoy diciendo. El gobierno de todos modos va hacer lo que quiere. Acordate lo que dijo Chupina: ‘les daremos duro, como merecen’, dijo. Allí tengo todavía el recorte de la Prensa, por si lo querés ver. Ese hombre es malo y no se va tentar el alma para matar a quien sea.–

         Pero pregúnteme si me hizo caso, chula. Pregúnteme.

         Que si a los días, no llegó a dormir el Federico a la casa. Para qué le digo, chula, yo estaba muerta de pena. ¿Qué le habrá pasado? Me caminaba yo la sala, de un lado a otro, sin poder seguir tejiendo la colchita que estaba haciendo a tricót. De un lado a otro. Toda la noche, toda la noche–sin parar. Y yo con la gran panza y los pies hinchados de elefante.  

         Al día siguiente, como a eso de las seis de la mañana, fue llegando. Cansado y bien golpeado.

         –Si me viene a buscar Don Sebastián o cualquier otra gente, no estoy. No estoy para nadie—fue lo primero que me dijo.

         –Y, ¿quién te golpeó?

         –¿Quién más? Los policías, hijos de puta.

         Resultó que se llevó a un puño de huelguistas y que si agarraron la camioneta del Federico y la quemaron en la Avenida Petapa, enfrente de la San Carlos. Ardió por horas la camioneta, me dijo. De allí lo agarró la policía.

         –Y, ¿qué andabas haciendo en la Petapa?, si no es parte de tu ruta.

         –Fui con Oscar a traer unos estudiantes que no tenían como llegar a la U.

         –¿Te saliste de tu ruta?

         Se encogió de hombros.

         –Y, ¿quién te quemó la camioneta? ¿Los estudiantes?-

         Se encogió de hombros otra vez. –No sé, Mati. Tal vez.-

         –Pero, ¿porqué los dejaste? ¡Esa camioneta era tu responsabilidad!-

         -¿Me tenés desayuno? No cené. No seás mala, Mati. No he comido nada desde ayer.–

         Me dieron ganas de estrellarle los huevos en la cara.

         –¿Y el Oscar?-

         No me pudo mirar a los ojos. –Huyó antes que lo agarraran.

         Desde ese entonces le agarré un odio al Oscar, por acobardado y mal amigo.

         –Ese sí fue listo—le dije—Y, ¿qué le vas a decir a Don Sebastián? Te va a venir a buscar y te va exigir cuentas.–

         –Yo no la quemé y me tiene muy sin cuidado Don Sebas. Me voy a bañar.—Federico se metió al dormitorio.—¡Decíle que no estoy y punto!

         Eso me gritó, ¿puede creer, chula? Me quise morir de pena y vergüenza cuando llegó esa noche Don Sebastián a la casa. ¡Bien enojado estaba!, pero no lo dejé entrar. No fuera ser que se diera cuenta que el Federico estaba escondido bajo la cama. Además, eso sí me decía mi mamá—En la casa la que manda es uno, y uno decide quien entra y ¡quien no!–

         A las pocas semanas empezó a amanecer, de vez en cuando, un picop negro enfrente de la casa. Al principio pensé que era del vecino, por eso no le puse mucho coco. Pero de allí resultó que a veces era un carro café de cuatro puertas el que amanecía en el mismo lugar y se quedaba allí todo el día. Dos hombres se mantenían sentados adentro, fumando, con cara de pocos amigos los dos. De vez en cuando entraban a comprarme un agua o un papalina. Yo siempre corría la cortina roja para que nadie viera hacia dentro de la casa, porque allí se ponían a ver si espiaban algo. Y así es como me di cuenta que estaban controlando al Federico.

         Que si al mes mataron al Oliverio, como ya le conté. El Oscar le vino a decir al Federico que unos desconocidos se bajaron de dos autos, uno con placas oficiales, y lo balearon en frente de todo mundo y nadie hizo nada. El Federico ya no volvió a salir de la casa cuando lo supo. 

         Una noche llegaron a tocar a la puerta. Eran como las once, bien tarde ya.

         Cuatro hombres vestidos de particular estaban afuera. Dos de ellos fumando, pero todos con un fusil al hombro. Me preguntaron que si allí vivía José Federico Rodríguez Tzul, que querían hablar con él y tratar unos asuntos.

         Pues, ¿para qué les iba a mentir? Bien se veía que ellos ya sabían.

         –Sí, pero no está y no sé dónde anda. Hace días que no viene a dormir.

         El hombre que me hablaba le dio un buen jalón al cigarrillo que tenía prensado entre los labios. El foquito de la calle estaba bien lejos, pero aún así apenas me di cuenta que se le quedaba viendo a mi panza. Bien que se le veía en los ojos que le hubiera gustado destriparme con la navaja que estaba afilando. Yo tenía seis meses de embarazo, y en ese momento la panza donde cargaba a la bebé que quedaría embarazada a los quince años y moriría pariendo a la Carlota, se convulsionó con fuerza. Me agarré del marco de la puerta del susto y del dolor, pero no dejé de verlo a los ojos. No hay que quitarle los ojos al lobo, me decía mi nana. El hombre que tenía enfrente me sopló una larga nube de humo en la cara. Apenas parpadeé.

         Se me acercó y con la punta de la navaja trazó un circulito sobre mi obligo estirado. No me pude tragar el gigantesco nudo en la garganta. Lo que no me perdono es que me salió un lloriqueo de una chiquilla mocosa y de allí se me salieron los orines por entre las piernas.

         –Vos, dejá de joder a la señora—dio uno de los hombres en la penumbra–¿no mirás que está algo asustadita?–Y se echaron la carcajada todos, menos el que tenía la navaja.

         –Cuando regrese su maridito comunista—me dijo el de la navaja—si es que regresa vivito y coleando, dígale que vamos a hablar con él.–

         Miró hacia abajo y se hizo a un lado para que el riíto de miados no le mojara las botas nuevas.

         Con todo y fusiles se metieron al picop negro y se fueron, dos iban en la palangana. Parecían lobos, pero así andaba ya el Gobierno en esos días, acechando al ciudadano inocente.

         No pude dormir esa noche. Seguía asustada y preocupada. Cualquier día me matan al Federico, pensaba yo, o a mí y a la criatura que llevo dentro. Fíjese, chula, yo muriéndome de miedo y el Federico echado en la cama, roncando.

         Pues, esa misma noche, un toquido leve a la puerta me hizo enderezarme en la silla vieja donde estaba sentaba tejiendo y vi que alguien deslizaba, poco a poco, un sobre blanco y grueso por debajo de la puerta.

         Con dificultad me levanté y recogí el sobre. El nombre de Federico estaba escrito en la parte de atrás con lápiz en letras de molde.  Llevé el sobre al comedor y lo alcé a la bombilla amarilla que colgaba del techo, pero no pude leer qué decía. Así que usé uno de los cuchillos de mesa que tenía en la taza de peltre azul que tenía sobre el comedor, y lo abrí.

         Era un montón de billetes de a cien dólares envueltos en una hoja con una carta del Oscar. En la carta Oscar le pedía a Federico que usara el dinero del sobre para pagarle a mi prima Zaira, quien trabajaba en el consulado de Estados Unidos–¡el bocón del Federico siempre hablando lo que no debe!–para conseguirle visas a él, a la Tatiana y al recién nacido. También venía en el sobre los tres pasaportes de ellos, nuevitos. Pero no decía nada sobre nuestra situación, la mía y la del Federico, y menos de mi nena por nacer. Y la vigilancia de la casa ya era de todos los días, todos los días—día y noche. No tuve otra opción, sinceramente se lo digo.

         Rompí la carta y los pasaportes en pedazos antes que se despertara el Federico. De allí eché todo el papeleo al inodoro y le eché varias cubetadas de agua para que no se tapara, hasta que no hubo rastro alguno de lo que había hecho.

         A los tres días recibí nuestros pasaportes con las visas, y usamos parte de nuestro pisto para comprar boletos para irnos a los USA al día siguiente. Dejamos todo—casa, tienda, muebles, ropa—todo. Sólo mis agujas de tejer y la colchita para mi hija me llevé en una bolsita y me fui a despedir de mi nana al Cementerio General.

         Llegamos a Los Ángeles y poco después nació la nena. A los años y con el sudor de la frente, compramos una casita en un barrio bonito llamado Midtown. ¡Esa sí era casa! Amplia y rechula, de dos pisos, dos baños completos, y ¡con una cocina soñada! Sólo gabinetes y ventanas era esa preciosura. Pero el barrio no se quedó bonito.

         Después de que se nos entraron los ladrones le pusimos barrotes a las ventanas. Nuestros dos hijos varones, los que tuvimos ya estando en Los Ángeles, decían que la casa parecía cárcel. Cárcel, ¡imagínese, chula! ¡Cárcel! Nunca supieron de la casa vieja con techo de lámina picada que dejamos en El Milagro. Nunca supieron lo mal que nos hubiera ido si nos hubiéramos quedado. Porque téngalo por seguro que hoy yo no tuviera nada si nos hubiéramos quedado. La policía hubiera desaparecido al menso del Federico y lo hubiéramos hallado en un barranco o en un tonel, por si lo hubiéramos hallado.

         –¿Para qué contarles los estragos que pasamos?–me decía Federico–Sólo les vamos a amargar la vida. Dejemos que disfruten su vida. Que se quede así. Hay que olvidar, Mati.–

         Nunca entendieron mis patojos. Ni la nena, mi quinceañera que se me murió, nunca supo. Y el Federico como que si nada. Hasta el día en que se murió, el Federico siempre agradeció su trabajo de mecánico, mis trabajitos limpiando casas, nuestra casa y todo lo que teníamos. Siempre vivía agradecido con la Zaira por conseguirnos las visas, según él, de gratis. Lo único que lamentaba era que la Tatiana se casara con un guanaco y se fuera a El Salvador con su hijo a las pocas semanas de que encontraron al Oscar, calcinado en un tonel de metal…

 

         After the Berkeley letter, llegó una de NYU. And more malditas cartas arrived after that.  Most congratulated my Carlota, and they offered her a lot of money to attend their school. And I flushed them all down the toilet. Hasta tuve que comprar una bomba para destapar el inodoro.

         What else could I do? Both my sons had moved to the east coast after marrying horrible, malicious wives. Eran unas ingratas mis nueras. Nadie me quería en su casa, y ¿para qué quería ir yo también? Para eso tenía yo mi propia casa.

         Federico had died on our thirty-fifth anniversary, and Carlota had made no mention about what would happen to me if she left. She had refused to apply to any of the universities in Los Angeles, no matter how much I had begged her. Si yo la dejaba ir me iba a quedar sóla en esta mi cárcel, con mi insomnio y con todos mis recuerdos. Aprendí que la memoria no perdona.

         No tuve otra opción. Todo sobre que le llegaba, lo abría y lo leía. Si era una carta de rechazo, me convenía y se lo daba. Sino, al inodoro.

         We hadn’t spoken in weeks. I thought she had been busy with work, but Carlota had packed all her things behind my back. I watched her bring down her suitcases and boxes of books while I knitted a blanket for the neighbor’s bastard nieta. She gave me a kiss.

         –¿Me estás dando el beso de Judas?–

         “Good-bye, Grandma.” She was wearing short shorts that revealed her deep brown legs. She had a beautiful smile, pero los frenos no me salieron de gratis.

         I kept knitting. –¿Te vas juntar con el tal bueno-para-nada del James? Eso es,¿verdad? Malagradecida. Igual a tu madre. Después de todo lo que me sacrifiqué para criarlas y educarlas. Sólo te quiere para putear, ¿oíste? Que ni se te ocurra traerme una panza.–       

         “He’s only driving me up to Oakland.”

         I stopped knitting and squinted up at her. –¿Okland? ¿Y qué se te perdió en Okland?”

         “College.”

         –¡Na! Quedamos que te ibas ir al kolesh aquí.

         “I’m going to Berkeley, Grandma.”

         –Tan segura estás que te están esperando. Ya te hubieran avisado.–I picked up my knitting again. –¿No mandan alguna carta o algo? Vas ir hasta allá solo para que te informen que no te quieren. ¿Segura que eso es lo que querés? Si te vas, tal vez cuando regresés, toda cabizbaja, yo ya haya alquilado tu cuarto. Conste que te estoy avisando con tiempo.

         A car honked out front. I had kicked James out for kissing Carlota in my presence, so it was unlikely he’d ever set foot inside my house again. Y eso era precisamente lo que yo quería.

         “Grandma, Berkeley did accept me, as did Columbia, NYU and a whole bunch of other schools. So you can rent my bedroom, and then you’ll have more money than you’ll know what to do with.”

         I put down my knitting again, and Carlota looked straight into me, like I was made of glass and she could see in my head all the letters I had torn up and flushed down the toilet, including that letter from Oscar.

         And I glared back at her.

         “Email, Grandma. Email.”