Patricia Bazán-Figueras
 
“El malvado no debe ser tan abominable como se le conjetura, puesto que se siente atraído a los santuarios de su conciencia: Supremo Juez ante quien ha de rendirse irrevocablemente al recibir su veredicto”

Víctor Gonzáles Villarreal 
                                                                   Filósofo peruano


 “ El Perú es una mezcla endiablada de razas”
Antolín Bedoya Villacorta

Matrimonio de Hortencia con Nemesio Hernández
“Se efectuó el 10 de Julio de 1907, sirviendo de madrina la señora Hortencia Villacorta de Bedoya madre de la novia y padrino el tío de ésta Coronel Abel Bedoya y Seijas; efectuándose el enlace en el altar de San Camilo en la Iglesia de la Buenamente, por el padre Fray Pedro P. Serna con licencia del cura de la Iglesia de Santa Ana Dr. Mateo Martínez, existiendo el expediente matrimonial en la curia en el Palacio Arzobispal.- También está sentada la partida de la Dataría Civil en la Municipalidad de Lima.- De la curia pasó el expediente a la Parroquia de Santa Ana donde está archivado.- ”

Es así como el tío Antolín registró uno de los matrimonios más lúgubres de la ciudad de Lima. Llevaba consigo un cuadernito que él mismo había publicado en caso de toparse con alguien que dudara de su linaje y el de su familia. El librito se titulaba “COPIA DEL 
MEMORANDUM DE MI PADRE EL CORONEL ABEL BEDOYA DE SEIJAS DE LAS PARTIDAS DE MATRIMONIO, NACIMIENTOS Y DEFUNCIONES DESDE 1896” y había sido registrado el veintidós de noviembre de 1941 por su hermano David que era escribano de estado. El tío Antolín cuyo seudónimo era “la biblioteca andante” sabía de todo pero cuando se trataba de la historia de su familia, se consideraba un erudito consumado. No le hacían ninguna gracia los chismes que plegaban la ciudad de Lima con respecto al matrimonio de su hermana mayor; no obstante sabía que lo que se rumoreaba tenían cierta base porque los recuerdos del encuentro inicial entre su hermana y su cuñado (que en paz descansen) lo inundaban de tristeza cuando andaba las calles que colindaban con la casa del Coronel.

La historia de amor entre su hermana Hortencia y el Señor Hernández era motivo de comidilla sólo en velorios y entierros, nunca en matrimonios, cumpleaños ó quinceañeras. No se parecía al famoso romance entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, una idilio del que los peruanos vivían enamorados, pero sí una historia de amor típicamente peruana. Antes de su muerte, el Coronel había ordenado que la verdad se mantuviera en la familia ya que la unión entre su hija y el Señor Hernández era fuente de vergüenza pero ninguno de los guardianes designados a mantener tal secreto habían tenido éxito en esconderla de las malas lenguas. Obsesionado con el pensamiento de contar los acontecimientos con precisión para la posteridad familiar, Antolín recopiló los detalles y antes de que la memoria le hiciera una mala pasada, anotó con cuidado los acontecimientos pensando que algún día la inmortalizaría en las páginas de una novela. 

Nadie se hubiera imaginado que el pobre hijo del Coronel tendría que esperar a que Soledad,
su  sobrina nieta, naciera y la relatara pues conocía la historia mejor que nadie porque su abuela Jesús, la fuente fidedigna de la familia que solía decir “Maten a los viejos y no se sabrán las verdades”, se la contaría muchas veces. Los hermanitos de Soledad tuvieron la oportunidad de escuchar la narración macabra pero a ella le había tocado guardar el cofre de conocimiento detallado de todo porque era la que peor se portaba de pequeña, por lo tanto, era a la que más había que asustar. Conforme le contaba el mismo cuento una y otra vez, la abuela iba adornándolo con más detalles agrandando los hallazgos, hasta que la triste historia de amor de Hortencia y el Señor Hernández, se convirtió en una legenda sobrenatural. Una vez que se recibió de contadora pública, Soledad decidió que sería mejor archivar los hechos en su memoria por el momento. Las noches interminables de insomnio le servían para hacer inventario de lo que sabía; algún día lo escribiría todo como si fuera un cuento de hadas y su contribución sería un toque mágico como conclusión a una historia de amor que tuvo todo menos amor.

Cuentan las malas lenguas que el preludio entre Hortencia y el Señor Hernández empezó como el resultado del deseo ferviente y las ínfulas del indígena de querer ser médico. Acabado de llegar de la sierra a la gran capital limeña, solo tenía a su favor su juventud y perseverancia. Se paraba al pie de  la entrada de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos todas las mañanas invernales y masoquistas de la Ciudad de los Reyes para observar con cuidado a aquellos que entraban y a quienes les preguntaba lo que necesitaba para ser entrar:

- “Lo difícil no es entrar” le decían los alumnos “sino emular a aquellos que han rondado
    los salones de esta prestigiosa institución”. 

El pobre infeliz tuvo que familiarizarse no solo con las obras de figuras célebres como Alfredo Bryce Echenique, José Santos Chocano, Luis Alberto Sánchez, Federico Villareal, Julio C. Tello y especialmente Mario Vargas Llosa quien acababa de recibir el premio Nóbel, sino que tendría que probar que era digno de pertenecer a la asociación de exalumnos una vez que tuviera su diploma. Aquellos eran peruanos reconocidos como luminarias en el extranjero. Los impedimentos eran demasiados para alguien como Nemesio que no pertenecía a ese grupo selecto. Muy por sobretodo, tenía que aguantarse y soportar las humillaciones de sus futuros compañeros que se burlaban de él por ser indio; esto solo hasta que lograra su cometido. A todas las dificultades había que añadirle el dinero que necesitaría para costearse los libros pues sus padres a las justas le enviaban dinero para pagar la pensión humilde en la que vivía. En principio, esto solucionaba el problema de la sustentación. El problema del transporte tampoco era un obstáculo decía porque a estas alturas se conocía bien la ciudad, una ciudad cuyos pasos conocía bien de tanto caminarla; después de todo la ciudad fundada por Francisco Pizarro se había construido para caminar y detenerse a admirar su gran belleza. A pesar de los obstáculos que tenía por delante,  se consolaba pensando que alguien valoraría su talento y perseverancia algún día.

Tenía un plan que no fallaría. Una vez ganada su confianza, se lo revelaría a su protector a quien también le hablaría de su don, un don desconocido entre los peruanos de rango.  Jacinto Nemesio Hernández poseía un conocimiento singular que automáticamente lo aislaba de los demás estudiantes de medicina:  había sido entrenado por sus antepasados para ser curandero y no poseía un conocimiento vasto de las hierbas medicinales del Perú, especialmente de las que crecen en los Andes y el la selva. Sin lugar a dudas, sacaría provecho de su talento en el momento propicio.

Como todo exalumno de la San Marcos, el Coronel Abel Bedoya de Seijas se reunía con sus amigos en la universidad los viernes por la tarde después de haber dejado a su hija Hortencia en las clases de ballet y repostería. Aunque Don Abel todavía se consideraba un soldado por su condición de héroe nacional, la vida académica le atraía pues regresaba una y otra vez a la gran cuna de civilización como una manera de mantenerse al tanto de lo que estaba sucediendo a nivel nacional. En aquellas reuniones de salón, se decidía quien gobernaba y quien terminaría su período presidencial siendo el Coronel uno de los hombres más aclamados ya que su opinión era digna de estima entre los participantes. 

Según la reseña histórica escrita por su hijo Antolín “No es un acto de vana ostentación el que nos mueve para hacer opúsculo de la ejemplar foja de servicios del Coronel Abel Bedoya de Seijas, sino la expresión del filial cariño que sentimos por nuestro querido padre, que como ciudadano y militar supo rumbar su vida por sendero escabroso pero recto, sin mas divisa que el cumplimiento del deber en su más amplia concepción. Sólo un lema como éste podría originar el patriotismo, que como olímpica antorcha, iluminó sus actos, primero en el campo de batalla,  y después en el santo templo del hogar, enseñando a los suyos el amor a la Patria y a la Humanidad”.  Después de una larga y exitosa carrera militar que culminó en la Guerra con
Chile, el Coronel decidió regresar a la Universidad San Marcos y ponerse al servicio de su patria, esta vez para forjar los ideales nacionales.
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- “¿Qué estás haciendo aquí, hombre? “ le preguntó el Coronel a Nemesio, “ Debes   estar
    muerto de frío. ¡Estás empapado!”. 
Y con esto lo invitó a pasar al café donde se reuniría con sus amigos. El pobre diablo no solo tenía frío sino que estaba muerto de hambre pues no había comido nada después del desayuno. Miraba al Coronel con cierta desconfianza pero en el fondo sabía que finalmente había encontrado al mecenas que le ayudaría a conseguir su meta. Lo había visto en las portadas de las revistas de sociedad y en primera plana de El Comercio. Todos saben que la rectitud e implacabilidad del soldado cincuentón escondían un corazón de oro, conocido por su compasión. Cuando el Coronel se enteró de que Jacinto quería entrar a la San Marcos, sintió pena ya que no sería fácil por su condición de indio: 

“ ¡Tener aspiraciones de ser médico! ¡Pero dónde se ha visto tal cosa!” pensaba. “Vaya, pero esta pobre gente ya ha sufrido tanto primero a manos de mis antepasados y después  con los criollos como Simón Bolívar y San Martín que los usaron como pretexto para liberar al Perú. En fin, que sea lo que Dios quiera”. ¡Quién se lo hubiera imaginado!”.  “Un indio médico…que Dios nos proteja!…”.  

Igual decidió patrocinarlo porque era lo que todo buen cristiano en apariencia y masón en el fondo debía hacer, y empezó por ayudar a Nemesio con los papeleos y recomendaciones para que se presentara a los exámenes de admisión en la universidad. En el fondo le auguraba un buen futuro. Una vez recibido de médico pensaba el Coronel, Jacinto Nemesio Hernández regresaría a la sierra y ayudaría a los pobres infelices del pueblito de donde vino. Ya lo tenía todo resuelto, sus hijos Pedro, Antolín, Julio y Samuel todos asistían a la San Marcos más por obligación y tradición que por inspiración y lo ayudarían con la tarea que se había impuesto. Los chicos refunfuñando accedieron a ayudar a Nemesio no tanto por bondad sino porque el padre los había amenazado con quitarle la propina en caso de que no lo hicieran. Pedro estudiaba medicina y sería el protector principal de Jacinto; Antolín ayudaría a prepararlo en conocimientos generales porque sabe Dios lo que le habrían enseñado en la sierra; Julio se dedicaría a instruirlo en cuestiones legales porque para eso estudiaba abogacía; Samuel, quien terminó siendo detective, el menor y más flojo de todos, le ayudaría a hacer todo el papeleo. 
Después de la reunión con el Coronel, Nemesio Hernández regresó a su covacha complacido de sí más que nunca y orgulloso de lo que su tesón le había otorgado. Los años de frío y hambre, de tristeza, complejos y humillaciones por su humilde origen se quedaban atrás conforme el ómnibus se alejaba.  Mañana sería el principio de su futuro.

Durante los años de la facultad de medicina sobrevivió las peores humillaciones y maltratos. Sus compañeros se esmeraban en recordarle tanto su condición de origen como su falta de medios económicos: “ Si no fuera por el Coronel Abel Bedoya de Seijas, tú no estarías aquí ”,  “¡Regresa de donde viniste porque aquí no hay lugar para ti ó los de tu clase, Indio de mierda! ”, “Jamás serás médico porque eres muy bruto para siquiera intentarlo ”; pero Jacinto Hernández no desfallecía y cuanto más lo rebajaban, más ahínco tenía, mejores notas sacaba y más conocido se hacía entre los profesores. Sus compañeros lo llamaban “chancón”, aquella escoria de la sociedad peruana que viene de la provincia a querer igualarse a los que viejos limeños. Sin escuchar razones, el humilde estudiante de medicina le dedicaba más tiempo a los cursos más difíciles pues sabía que su éxito radicaba no tanto en su inteligencia sino en su perseverancia, una cualidad que ninguno de sus compañeros poseía ya que papá y mamá pagaban para que suspendieran tantas materias como se les antojara. Él, por otro lado, estudiaba día y trabajaba en la cocina de un restaurante en la playa de noche para ganar lo suficiente y costearse los libros y una que otra noche acostarse con alguna prostituta. Se esmeraba en perfeccionar el castellano ya que era su segundo idioma y el idioma que necesita para triunfar en la vida pero esto no quería decir que tenía que descuidarse del quechua, el idioma que sus padres le habían enseñado, no, de ninguna manera. “No puedo olvidar mis orígenes”, se decía. El Coronel lo ayudaba escribiendo cartas de recomendación para los profesores, comprándole útiles, y presentándole a personas ilustres que le procurarían relaciones cuando hiciese su internado. 

Estando en su quinto año de medicina, Jacinto recibió una carta comunicándole que debía la inscripción del año anterior y que debía pagarla inmediatamente si quería continuar en la facultad. Aunque escueto, el documento en sí era una aberración porque el Coronel era puntual y honorable en sus asuntos y Nemesio no podía concebir que se hubiera olvidado de pagar la inscripción. Aunque la cantidad era minúscula, para él era de gran magnitud porque andaba con una mano delante y otra atrás. Pensaba que el corazón se le iba a salir del pecho conforme leía la carta una y otra vez y pensaba que iba a darle un ataque al corazón por la angustia que llevaba por dentro. Todo había ido tan bien hasta el momento estrellarse de una manera tan humillante después de haber llegado tan lejos sería una verdadera tragedia. Las vergüenzas, burlas, desprecios, vituperios, y vilezas, fuera de los sacrificios que había pasado, lo mantenían esperanzado en que llegarían a su final en algún momento. “ Todo esto es el resultado de una conspiración ”, decía el pobre Nemesio, “ Pero yo les voy a probar que este indio indeseable es mejor que todos ellos ”, repetía. “El Coronel me ayudará a solucionar este problema ”, gemía. Antes de decidir si el visitar al Coronel un jueves por la noche en su casa de Pueblo Libre fuese buena idea, ya sus pies habían decidido por él e iban a una velocidad estrepitosa para alcanzar el ómnibus. 

De pronto y sin darse cuenta, se vio parado ante la entrada de una hermosa casa en uno de los vecindarios más prestigiosos de Lima. Nervioso como estaba, se armó de valor antes de entrar al jardín y tocar el timbre.  En lo que hacía esto y con el propósito de calmarse, se percató de observar con cuidado la casa porque no quería pasar por impulsivo y mucho menos desesperado. La casa había sido habitada por varias generaciones de la familia de Doña Hortencia, la esposa del Coronel. Era una casa de dos pisos pintada de color verde claro y amurallada de rosas rojas y blancas intercambiadas como simulación de la bandera peruana. Tenía balcones coloniales tallados en madera en todos los cuartos delanteros que acentuaban aún más el realce colonial del palacete. Había una reja negra de hierro en lugar de puerta principal que desembocaba en las siete gradas que se rendían ante la puerta de madera tallada cuyo centro exhibía el escudo de la familia del Coronel: en la parte de arriba había dos espadas toledanas cruzadas, una que representaba la representación de su familia en el Perú y la otra inspirada en sus antepasados españoles; en la parte de abajo y en el centro aparecía la Dressleria aurorae, la famosa orquídea peruana y emblema de la familia de su difunta esposa. Como la reja estaba cerrada y la casa rodeada de rosas no se podía divisar lo que había por dentro. El propósito de este arreglo era de sorprender a los visitantes que no podrían evitar soltar un suspiro ante el olor flagrante y quienes se morían por ver lo que había detrás de la muralla de flores. Poco después de su boda con Doña Hortencia, el Coronel había ordenado la construcción de un lago artificial para criar cisnes y así dar la impresión de un espejismo para que los visitantes se vieran transportados a un mundo paradisíaco. El clima de Lima no ayudaba para nada porque la garúa cubría la ciudad casi todo el año. Lima era, después de todo y como dijo uno de sus grandes escritores, una ciudad oscura. Esto no fue un inconveniente para el Coronel que siempre aconsejaba a sus invitados que no miraran hacia arriba y que por sobretodo se concentraran en sus alrededores. Como buen masón, El Coronel no creía en las supersticiones de la iglesia católica y le importaba un rábano la idea del cielo ó el infierno. “El cielo y el infierno están aquí”, decía mientras que Doña Hortencia lo miraba horrorizada persignándose.  Cuando Nemesio vio la entrada de la casa se quedó sin aliento y de pronto todo su angustia se disipó pensando con certeza que algún día sería dueño de un paraíso parecido… si solo pudiera pagar la inscripción universitaria pendiente.

Hortensia estaba en el cuarto de costura con su hermanita Jesús Mercedes cuando escuchó el timbre. Jesusa, una de las sirvientas, tenía la mala costumbre de regar la muralla de rosas de la parte trasera de la casa en las tardes en lugar de hacerlo en las mañanas antes de que el tímido sol limeño azotara las frágiles flores. Algo fastidiada la hija del Coronel dejó la costura sobre la mesa y bajó a abrir la puerta. La escalera de caracol parecía una ilusión óptica que se unía a las 
curvas del cuerpo de Hortencia. Jesús Mercedes se quedó en la sala de costura y se aprovechó de la situación para jugar con la muñeca que su mamá le acababa de hacer. Hortencia llegó a la puerta antes que Jesusa.

Al abrir la puerta, vio ante ella a un hombre joven, bajo, bastante oscuro y algo jorobado con una camisa blanca de mala calidad aunque exquisitamente planchada e impecablemente almidonada, unos pantalones delicadamente parchados y zapatos bastante gastados aunque bien lustrados. Lo que más le causó impresión a Hortencia fue la mirada triste y abatida de este joven al igual que su fealdad. Al darse cuenta de la mala impresión que estaba causándole a la hija mayor del Coronel, Nemesio bajó la cabeza:

-“ Buenos días, Señorita ”, dijo, “ Puedo hablar con el Coronel Abel Bedoya de Seijas y  Guillén?; me llamo Nemesio Hernández y tengo un asunto urgente que discutir con él ”, agregó de una manera nerviosa y casi epiléptica. 
-“ Papá no está en casa pero si quiere dejarle un recado, le aseguro que lo recibirá ”, concluyó Hortencia algo molesta al darse cuenta de que había interrumpido su preciada costura por este encuentro desagradable. 
-“ Por favor, puede decirle que vine a verlo y si me haría el favor de buscarme en la universidad el día lunes ”, 
-“ Sí, cómo no, se lo diré ” concluyó Hortencia nuevamente cerrando la puerta con lentitud como tratando de ocultar su repulsión.

Una vez que Hortencia cerró la puerta principal, la cara de Nemesio cambió en su totalidad. La experiencia con la hija del Coronel lo hizo sentir de ser un hombre medio jorobado y feo al más esbelto y hermoso del mundo. Finalmente había conocido al amor de su vida, a la mujer digna de compartir su vida. 
-“Algún día me casaré con ella y todo esto será mío,” se dijo sin titubear. 

Tendría que encontrar la manera de volver a ver a ser angelical y dejarle saber que no le pertenece a nadie más que a él y que sus vidas estaban inevitablemente ya entrelazadas para siempre. Hortencia, por otra parte, no le prestó atención en absoluto al primer encuentro que ya había definido su vida. Por lo que a ella le competía, se casaría con un hombre física y sicológicamente muy parecido a su padre  y de buena familia. En sus manos quedaba la tarea de asegurarse de que el linaje de la familia del Coronel se mantuviera intacto. Como hija y hermana mayor, una vez fallecido el Coronel, ella era la encargada de ser la albacea de la herencia familiar. Esto  significaba que era la guardiana familiar a todo nivel.
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“ - Buenos días, Señorita, y perdone el atrevimiento de hablarle. Esta vez no he venido a ver a su padre sino a usted ”, expresó Jacinto con certidumbre. 

Estaba tan seguro de que se ganaría el corazón de Hortencia que ni se molestó en ver la cara aterradora que ella tenía de verlo otra vez y continuó:

“ - Desde el momento en que la vi, me di cuenta que es usted la mujer con la que quiero compartir el resto de mi vida. Se que es un atrevimiento hablarle de esta manera pero yo le 
aseguro de que haré todo lo posible por ganarme su corazón y hacer que se sienta orgullosa de mí ”, expresaba con decisión el señor Hernández. 

Hortencia, sin embargo, no sabía si reírse a carcajadas aunque esto sería de muy mala educación ó ponerse a llorar de la tristeza que este pobre hombre le causaba:

“ - Perdóneme, Señor Hernández “, replicó Hortencia todavía asustada aunque con mucha delicadeza, “pero creo que usted se ha equivocado. Yo no tengo la más mínima intención de establecer ningún vínculo con usted y muchísimo menos de casarme. Usted es un pobre diablo que no me llega a la punta del pié, un hombre que ha venido de la puna con el sueño imposible de hacerse médico. ¿ Sabe el Coronel que usted ha venido a verme? ”
” – No, en realidad este encuentro es producto de un impulso de mi parte, Señorita. Tiene usted razón, qué derecho tengo yo de cortejarla a usted, una joven de sociedad y cuya belleza diáfana y sublime es conocida en todo Lima. Le pido que me perdone y que por favor acepte estos chocolates como prueba de mi osadía. Aunque el amor que yo le profeso no tiene límite y siempre la querré de esta manera, le prometo que no volveré a visitarla a menos que usted me lo pida ”, y diciendo esto se marchó cabizbajo y más jorobado que nunca.
 
Hortensia se arrepintió poco después de haber dicho tales malcriadeces pensando que había sido demasiado directa pero recordó lo que uno de sus parientes le había enseñado: Como lo dice el Evangelio, “Cada oveja con su pareja.” Gracias a Dios pasó el mal rato y el pobre hombre se resignará a mezclarse con una como él. Tal vez en el pueblo donde a la larga regresará haya una indiecita que lo quiera como él se merece. Sin prestarle más atención al asunto, regresó a terminar la costura antes de dar instrucciones para la comida a las sirvientas. Mientras tanto, Nemesio se marchaba de la casa observando que los rosales estaban más llenos de vida que nunca como celebrando su derrota inicial y previsible. Sabía que éste sería el resultado de su segundo encuentro con Hortencia y pensaba una humillación más, una ofensa más, un rechazo más me hace más fuerte; ya verás maldita, algún día serás mi esposa, compartiremos el mismo lecho y tendremos hijos y gritarás al resto del mundo aristócrata de Lima que eres la mujer más feliz y orgullosa del mundo de tener un marido como él. Aparte de la perseverancia, la paciencia era la otra cualidad que más practicaba Nemesio. Ahora todo era cuestión de esperar a que las cosas cayeran por su propio peso. Al llegar a la entrada del caserón, Nemesio arrancó una rosa roja y la deshojó entre sus manos.
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Como lo atestigua la partida de matrimonio, Doña Hortencia y el tío Abel fueron los testigos de un matrimonio que celebraba lo peor del mundo y que auguraba poca felicidad.  Por orden del Coronel, no hubo recepción ni en la iglesia ni en el registro civil para minimizar la vergüenza. Nadie podía entender cómo ni por qué Hortencia de pronto había pasado de odiar a Jacinto a 
estar locamente enamorada de él. 

-“ Si no me caso con el Señor Hernández, me mato. Es el único hombre que me merece ”. El coronel no comprendía lo que había sucedido y siendo un hombre de lógica, buscaba posibles razones para este resultado tan diabólico. 
-“ Esto no estaba planeado así. Hortencia tiene que casarse con alguien como ella; como yo me casé con su madre y como todos los Bedoya Villacorta lo hemos realizado. 

El pobre Coronel no se imaginaba que esto era sólo el principio y que todos sus hijos con excepción de Jesusita estaban destinados a casarse con mujeres muy por debajo de su condición social. Se dice que sus últimas palabras antes de morir fueron “El Perú es una mezcla endiablada de razas”.

La noche de bodas y la luna de miel fueron aún más lúgubres principalmente para Hortencia. El Coronel y su familia regresaron a la casa de los rosales después de la corta ceremonia. Con trece escasos años, Jesusita se refugió en su cuarto para rezar el rosario.  El Coronel se quedó en su estudio a meditar y descifrar el gran misterio del matrimonio de su hija con su protegido. Los varones se marcharon a los bares y prostíbulos para olvidar la pesadilla en la que toda la familia estaba atrapada. 

Cualquier hombre de sociedad con tino le perdonaría esta indiscreción a su hija, se repetía el Coronel tratando de convencerse. Mientras los Bedoya Villacorta lamentaban lo sucedido, Nemesio disfrutaba la noche más feliz de su vida mundo. Todos esos años de angustia y de humillaciones quedaban ahora en el pasado. Ahora su prole llevaría el apellido Hernández, un apellido humilde y andino seguido del Bedoya, un apellido de alcurnia y de descendencia española. Toda Lima sabría que sus hijos no eran bastardos sino hijos del doctor Hernández, casado con Doña Hortencia Bedoya Villacorta, hija del Coronel Abel Bedoya de Seijas, uno de los héroes nacionales que peleó en la Guerra con Chile y uno de los ciudadanos más ilustres del Perú. Ahora sí ya estaba vinculado con los peruanos ilustres de la San Marcos.

Para la luna de miel, el patriarca decidió que los desposados irían a pasar unos días en Chota en el departamento de Cajamarca donde la familia tenía la hacienda que había heredado cuando se casó con Doña  Hortencia.  Nemesio aceptó con mucho gusto porque anhelaba la sierra, uno de sus lugares favoritos.  La pareja se marchó con unos cuantos sirvientes, Jesusa entre ellos, para que atendieran a los nuevos patrones y se aseguraran de que no les faltara nada.  Más adelante los esposos emprenderían un viaje a Puno para hacer una visita oficial a los padres de Nemesio y llevarían algunos regalos de Lima. El hijo sin lugar a dudas serviría de intérprete entre sus padres y Hortencia.

Todavía algo confusa con todo lo que estaba pasando, la recién desposada entró en el dormitorio y recordó las historias que su madre le solía contar cuando era pequeña. En cierta 
forma, el estar en la hacienda era algo positivo porque por lo menos estaría acompañada de sus antepasados y le ayudaría a olvidar las razones por las cuales se había casado con Nemesio.  La pobre no se daba cuenta de que dentro de estas cuatro paredes pasaría sus peores momentos y engendraría a sus cuatro hijos.   
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Dicen que Jacinto perdió la razón una vez que lo internaron en el hospital y que la soledad ahondó aún más la profunda tristeza que anidaba por dentro después de la muerte de su esposa. En su lecho de muerte hablaba con los espíritus y recitaba en voz alta los ingredientes de los brebajes que le daba a sus pacientes cuando la medicina convencional no funcionaba.  Gritaba el nombre de Hortencia y le pedía perdón por el chamico que había puesto en los chocolates. Todavía la quería con pasión y estaba convencido de que era el amor de su vida. Se rumorea que fue su nombre lo último que dijo antes de espichar.
Ficción:  Tal Para Cual

Having taught in American colleges for more than twenty-five

years, Bazán-Figueras’s literary interests have changed. Although her academic credentials are both in Spanish and Latin American literatures, she is involved in the teaching of interdisciplinary areas like cross-culturalism and globalism. Most of the scholarly work she has published in recent years focused on the influence of Spanish culture in the United States. She has read papers on the topic at conferences in several countries under the rubric of "The

Rise if Hispanicity in the United States." She continues to do research as well as pursue creative writing as a career.

Bio